28 abril 2009

Cormack McCarthy

La carretera
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Al despertar en el bosque en medio del frío y la oscuridad nocturnos había alargado la mano para tocar al niño que dormía a su lado. Noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris que el día anterior. Como el primer síntoma de un glaucoma frío empañando el mundo. Su mano subía y bajaba al compás de la preciada respiración. Retiró la lona de plástico y se puso de pie envuelto en aquellas prendas y mantas pestilentes y buscó algún atisbo de luz en el este pero no lo había. En el sueño del que acababa de despertar vagaba por una gruta y el niño lo llevaba de la mano. La luz de los dos bailaba en las húmedas paredes de roca caliza. Como peregrinos de fábula engullidos y extraviados en las entrañas de una bestia granítica. Humeros de piedra donde el agua goteaba y cantaba. Tañendo sin tregua en el silencio los minutos de la tierra y sus horas y días y años. Hasta que se hallaban en una enorme estancia de piedra donde había un lago antiguo y negro. Y en la orilla opuesta un ser que levantaba su chorreante boca del gour y miraba hacia la luz con unos ojos tan blancos y ciegos como los huevos de araña. Balanceaba su cabeza a ras de agua como para captar el olor de aquello que no podía ver. Agazapado allí, pálido y desnudo y translúcido, sus huesos de alabastro grabados en sombra en las rocas que tenía detrás. Sus intestinos, su palpitante corazón. El cerebro que latía dentro de una empañada campana de cristal. La criatura movía la cabeza de lado a lado y luego soltaba un gemido grave y daba media vuelta y dando tumbos se alejaba silenciosamente hacia la noche.
Se levantó con la primera luz gris y dejó al chico durmiendo y caminó hasta la carretera y en cuclillas estudió la región que se extendía al sur. Árida, silenciosa, infame. Debía ser el mes de octubre pero no estaba seguro. Hacía años que no usaba calendario. Irían hacia el sur. Aquí era imposible sobrevivir un invierno más.
Cuando hubo clareado lo suficiente observó el valle con los primáticos. Todo palideciendo hasta sumirse en tinieblas. la suave ceniza barriendo el asfalto en remolinos dispersos. Examinó lo que podía ver. Segmentos de carretera entre los árboles muertos allá abajo. Buscando algo que tuviera color. Algún movimiento. Algín indicio de humo estático. Bajó los prismáticos y se quitó la mascarilla de algodón que cubría su cara y se frotó la nariz con el dorso de la muñeca y luego miró otra vez. Se quedó allí sentado con los gemelos en la mano, viendo como la cenicienta luz del día cuajaba sobre el terreno. Solo sabía que el niño era su garantía. Y dijo: Si él no es la palabra de Dios Dios no ha hablado nunca.
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Comentario de contraportada: "En un mundo apocalíptico donde llueve ceniza, un hombre y un chico cruzan a pie el territorio norteamericano en dirección al sur. El hambre es mucho más que una preocupación diaria: es la medida de todas las cosas, y las bandas de caníbales asolan el país convertido en un yermo donde sólo la barbarie ha hechado raíces. El amor de un padre por su hijo es, sin embargo, la única luz de una tierra que ha perdido a sus dioses. Quizá el fuego de la civilización no se haya apagado para siempre."
Comentario personal: Varias veces había leído excelentes reseñas de este libro en el corto tiempo que lleva publicado aquí (enero 2009) y todas estaban acertadas. La salvedad es que, en algunas, se comentaba que el final de la novela no debería dejar resquicio a la esperanza y que dejarlo, estropeaba, de alguna manera, esta estupenda obra. Con la pura lógica en la mano, debería ser así, pero a mí me ha gustado que no todo se hunda en la ceniza. Ya a lo largo del libro, tremendo, hay algún atisbo de que así será, o a mí me lo pareció, porque sí que quería que se encendiera un resquicio de luz al final del túnel. De todas formas es un resquicio tan mínimo que no hay muchos motivos para alegrarse demasiado. No os pongáis a leerla si estáis muy deprimidos, ni cuando haya amenazas de meteoritos, o misiles a la vista :)
Por lo demás, he disfrutado mucho. El ritmo que imprime McCarthy a sus obras no es de los más fáciles, pero ésta es una obra de poco más de 200 páginas. Se lee sin levantar la vista.

14 abril 2009

Juan José Millás

El Mundo
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Páginas 1 y 2
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Mi padre tenía un taller de aparatos de electromedicina. Los reparaba, los inventaba, los deducía de publicaciones norteamericanas. No sabía inglés, pero era capaz de interpretar un esquema, un plano o un circuito con la facilidad con la que otros leen un síntoma. Por su taller pasaron aparatos de rayos X y pulmones de acero con los que mis hermanos y yo jugábamos, no siempre a los médicos. Entre los ingenios que más me impresionaron, recuerdo un aspirador de sangre perteneciente a la época anterior al bisturí eléctrico, cuando las heridas abiertas por el cirujano se inundaban, impidiendo la visión del órgano a operar. El aspirador dejaba la herida limpia en cuestión de segundos. La sangre se recogía en un recipiente de cristal de boca ancha, como los de las aceitunas a granel; probablemente fuera un frasco de aceitunas, pues en casa no se tiraba nada. Los tapones de los tubos de la pasta de dientes servían, por ejemplo, como mandos para los aparatos de radio. Más tarde, con la aparición del bisturí eléctrico, que cauterizaba la herida al tiempo de infligirla, los aspiradores, creo, pasaron a la historia.
Mi padre presumía de haber sido el primero en fabricar un bisturí eléctrico en España, aunque seguramente tomó la idea de una publicación extranjera. Recuerdo haberle visto inclinado sobre la mesa del taller, efectuando cortes en un filete de vaca, asombrado por la precisión y la limpieza del tajo. No olvidaré nunca el momento en el que se volvió hacia mí, que le observaba un poco asustado, para pronunciar aquella frase fundacional:
-Fíjate, Juanjo, cauteriza la herida en el momento de producirla.
Cuando escribo a mano, sobre un cuaderno, como ahora, creo que me parezco un poco a mi padre en el acto de probar el bisturí eléctrico, pues la escritura abre y cauteriza al mismo tiempo las heridas.
Mamá no tardaría en prohibirle desperdiciar los filetes de carne en aquellos ensayos. Empezó a trabajar entonces sobre rodajas de patatas, pero se cansó enseguida. Nada como la textura de la carne, excepto, añado yo, la textura de la página.
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Comentario: La contraportada de esta novela es del mismo Millás y así cuenta como nació esta novela:
"Hay libros que forman parte de un plan y libros que, al modo del automóvil que se salta un semáforo, se cruzan violentamente en tu existencia. Éste es de los que se saltan el semáforo. Me habían encargado un reportaje sobre mí mismo, de modo que comencé a seguirme para estudiar mis hábitos. En ésas, un día me dije: "Mi padre tenía un taller de aparatos de electromedicina." Entonces se me apareció el taller, conmigo y con mi padre dentro. Él estaba probando un bisturí eléctrico sobre un filete de vaca. De súbito, me dijo: "Fíjate, Juanjo, cauteriza la herida en el momento de producirla."
Comprendí que la escritura, como el bisturí de mi padre, cicatrizaba las heridas en el instante de abrirlas e intuí por qué era escritor. No fui capaz de hacer el reportaje: acababa de ser arrollado por una novela"
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Algo más de 200 páginas de puro disfrute, en un paseo de varias direcciones temporales en la vida (o no) de Millás. Redimió, al ganarlo, el premio Planeta 2007, y mereció el Premio Nacional de Narrativa 2008. Y para aquellos que, de vez en cuando, nos sentimos mordidos por la escritura, un estímulo maravilloso.

01 abril 2009

Anaïs Nin

Diarios. Tomo VI, de 1955 a 1966
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Otoño de 1962
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Oliver Evans vino a dar clases en el San Fernando State College. Como mi casa es difícil de encontrar, quedamos citados en el supermercado. Un extraño encuentro. No tiene amigos aquí así que empecé a presentarle a gente, a Christopher Isherwood y otros.
Está realizando un estudio sobre Carson McCullers. Después de que saliera su ensayo sobre mí en The Prairie Schooner, le preguntaron sí quería hacer un estudio sobre mi obra. Él aceptó la propuesta.
Es un cocinero refinado y diestro, y sus cenas eran todo un banquete.
Pero tuvo dificultades a la hora de fusionar a la gente académica con sus amigos los escritores. En una de sus veladas todos los profesores se sentaron en hilera en un sofá, y los escritores en otro sofá (Christopher Isherwood, Don Bachardy, Gavin Lambert, etc.) Había una barrera cómica, casi visible. No les impresionó su larga amistad con Tennessee Williams.
Oliver era un gastrónomo a la hora de cocinar. El día antes de una cena importante, encontró caracoles en el mercado. Habían viajado desde Noruega sobre hielo; no estaban muertos, sino congelados. Le aconsejaron que se los llevara a casa, los dejara en un poco de agua, y le dijeron que al día siguiente estarían descongelados y vivos, a punto de cocinar. Oliver siguió las instrucciones. Los colocó con un poco de agua en el fregadero de su cocina y se fue a la cama. A la mañana siguiente se encontró con que los caracoles no sólo se habían descongelado y estaban vivos, ¡sino que además corrían por todas partes (a paso de caracol) ! Habían salido del fregadero, se habían subido a las cortinas, a las ventanas, por encima de la nevera, de la cocina, por el linóleo, por las baldosas, la tostadora, las cazuelas y los platos. A la luz del sol tenían un aspecto iridiscente, festivo. Al ver cómo se divertían, no tuvo valor para cocinarlos. Yo pensé que un hombre tan compasivo podría escribir un estudio lleno de sensibilidad sobre mi trabajo. Y desde aquel momento, me fié de él.
Vino a menudo con su magnetófono. Me opuse un poco a la idea de que yo hiciera mi propia interpretación de House of Incest. A mí me parecía que debía hacerla él. Gide siempre repetía que la interpretación pertenece a los demás.
Se tardó mucho tiempo. Oliver tiene que dar clases, tiene que terminar el libro sobre Carson. En una ocasión me llevé toda una lista de preguntas para hacerle a Carson McCullers por teléfono desde Nueva York. Estaba en algún lugar del campo. Tenía la voz lastimera y parecía muy sola; me pidió que fuera a verla, pero me fue imposible entonces y luego, cuando murió, me dolió no haber ido. Siempre recordaré lo mucho que me impresionó Reflejos en un Ojo Dorado en la década de los cuarenta. Entonces no tenía más que veintiocho años. A pesar de la visible influencia de D. H. Lawrence, era un libro obsesionante.
Había algo más en Oliver que me hacía esperar una gran comprensión respecto a mí; era poeta. Escribió un libro encantador sobre Nueva Orleans. Había convivido con escritores y no era ostensiblemente académico.
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Comentario: Para aquellos que no conozcáis a esta escritora, os recomiendo leer antes la reseña biográfica en este enlace de la Wiki: http://es.wikipedia.org/wiki/Anais_Nin
La suya fue una vida turbulenta y, en cierto modo, escandalosa. Y lo de "en cierto modo" lo digo porque siempre hay un tiempo y un lugar para la inocencia, que podemos perder por muchas circunstancias de las que no tenemos la culpa; no hemos originado el pecado; sólo nos hemos abandonado a él, o nos hemos dejado arrastrar por él. Lo que tienen estos Diarios de maravilloso, es que cada página nos cuenta una historia y en este tomo, cuando ya Anaïs estaba instalada en otra forma de vida, no hay apenas nada de aquel torbellino en el que cabalgó tanto tiempo y el relato de sus vivencias se convierte en una delicia. Aún hay otro tomo posterior, que nunca he conseguido y vale decir, que su obra póstuma "Delta de Venus" es también una de las novelas más descarnadamente erótico-pornográficas que nunca haya leído de un escritor de renombre universal.
Los Diarios de Anaïs Nin, son un modelo a seguir para aquellos que desean tener una fuente de recuerdos de los que echar mano para escribir otras historias. Ella empezó a los 11 años, así que nunca le debió faltar material :)
La dejo en la etiqueta Norteamérica, porque allí fue donde empezó su carrera literaria, pero nació en París.