29 julio 2007

Francisco de Quevedo

Historia de la vida del buscón, llamado Don Pablos
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Capítulo I (fragmento)
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Cuenta quién es y de dónde.


Yo soy, señor, natural de Segovia. Mi padre se llamó Clemente Pablo (Dios le tenga en el cielo). Fue el tal como todos dicen; su oficio fue de barbero; aunque eran tan altos sus pensamientos, que se corría que le llamasen así, diciendo que él era tundidor de mejillas y sastre de barbas. Dicen que era de muy buena cepa; y, según él bebió, puédese muy bien creer.
Estuvo casado con Aldonza de San Pedro, hija de Diego de San Juan y nieta de Andrés de San cristóbal. Sospechábase en el pueblo que no era cristiana vieja, aunque ella, por los nombres y sobrenombres de sus pasados, quiso probar que era descendiente de la letanía. Tuvo muy buen parecer, y fue tan celebrada, que en el tiempo que ella vivió, casi todos los copleros de España hacían cosas sobre ella. padeció grandes trabajos recién casada, y aún después, porque malas lenguas daban en decir que mi padre metía el dos de bastos para sacar el dos de oros. Probósele que a todos los que hacía la barba a navaja, mientras les daba con el agua, levantándoles als caras para el lavatorio, un mi hermanico de siete años les sacaba, muy a su salvo, los tuétanos de las faltriqueras. Murió el angelito de unos azotes que le dieron dentro de la cárcel. Sintólo mucho mi padre (buen siglo haya), por ser tal, que robaba todas las voluntades.
Por estas y otras niñerías estuvo preso; aunque, según a mí me han dicho, salió de la cárcel con tanta honra, que le acompañaron doscientos cardenales, sino que a ninguno llamaban eminencia. Las damas diz que salían por verle a las ventanas, que siempre pareció mi padre muy bien a pie y a caballo. No lo digo por vanagloria, que bien saben todos cuán ajeno soy della.
Mi madre, pues, no tuvo calamidades. Un día alabándomela una vieja que me crió, decía que era tal su agrado, que hechizaba a cuantos la trataban; sólo diz que se dijo no se qué de un cabrón y volar, lo cual la puso cerca de que la diesen plumas con que lo hiciese público. Hubo fama de que reedificaba doncellas, resucitaba cabellos y encubría canas. Unos la llamaban zurcidora de gustos; otros algebrista de voluntades desconcertadas, y por mal nombre la llamaban alcahueta, para unos era tercera y prima para todos, y flux para los dineros de todos. Ver, pues, con la boca de risa que ella oía esto de todos, era para dar mil gracias a Dios.

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Comentario personal: Leer a Quevedo, o a cualquier otro escritor de su tiempo, tal vez requiera tener un diccionario cerca, pero sólo al principio. Pronto te das cuenta de que entiendes perfectamente las frases, a pesar de que puedes ignorar el significado de alguna palabra, ya en desuso. Ahora estoy acabando este libro, de nuevo, porque ya lo he leído unas cuantas veces y siempre me maravilla la facilidad de Quevedo para introducirte en la vida de estos personajes tan alejados de nosotros en tiempo y forma. Consigue que te sean cercanos, familiares; y acabas cogiéndoles cariño, por más pícaros que sean y por más que merezcan ejemplar castigo.
El autor: Una vida muy interesante la de este madrileño, contemporáneo de todos nuestros genios literarios de los siglos XVI y XVII, extraordinaria época para nuestras letras. Os dejo el enlace, indispensable aquí, ya que una vida como la de Francisco Gómez de Quevedo, no puedo resumirla en cuatro líneas. Ni en ocho.
Que lo disfrutéis...!

20 julio 2007

Tracy Chevalier




La joven de la perla
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Capítulo I. (fragmento)
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1.664



Mi madre no me avisó de que iban a venir. Luego me dijo que no quería que se me notara nerviosa. Me sorprendió, porque creía que me conocía bien. Los desconocidos siempre pensaban que era una persona tranquila. No me echaba a llorar como una niña pequeña. Sólo mi madre advertía la tensión en mi mandíbula, mis ojos aún más abiertos de lo que ya de por sí solía tenerlos.
Estaba picando las verduras en la cocina cuando oí voces en la puerta de la casa —una voz de mujer, brillante como latón bruñido, y otra de hombre, apagada y oscura como la madera de la mesa en la que estaba trabajando—. Eran un tipo de voces que raramente oíamos en nuestra casa. Imaginé espesas alfombras al oírlas, y libros y perlas y pieles.
Me alegré de haber fregado con un cuidado especial los escalones de la entrada.
Oí la voz de mi madre —un puchero hirviendo, un cántaro— aproximándose desde la sala. Venían hacia la cocina. Aparté los puerros que estaba cortando, dejé el cuchillo sobre la mesa, me limpié las manos en el delantal y apreté los labios para suavizarlos.
Mi madre apareció en el umbral, sus ojos dos señales de atención. Tras ella, la mujer tuvo que agacharse de lo alta que era, más alta que el hombre que la seguía.
En mi familia éramos todos bajos, incluso mi padre y mi hermano.
Parecía que la mujer venía de luchar contra un vendaval, aunque no soplaba ni la más leve brisa aquel día. Del sombrero torcido se le escapaban unos ricitos rubios que le caían sobre la frente, como abejas a las que en repetidas ocasiones hizo ademán de espantar. El cuello del vestido, además de descolocado, estaba falto de plancha y apresto. Se retiró por debajo de los hombros el manto gris, y vi que bajo el vestido azul marino una criatura crecía en su vientre. Como para final de año o antes.
Tenía la cara ovalada, como una bandeja, luminosa en unos momentos y apagada en otros. Sus ojos eran dos botones castaño claro, un color que yo apenas había visto unido al pelo rubio. Hizo como si me observara detenidamente, pero fue incapaz de fijar la atención en mí; su mirada saltaba de un rincón a otro de la habitación.
—Así que ésta es la muchacha —dijo bruscamente.
—Sí, ésta es mi hija, Griet —respondió mi madre. Yo incliné respetuosamente la cabeza, a modo de saludo.
—No parece muy grande. ¿Será lo bastante fuerte?
Cuando la mujer se volvió a mirar al hombre, rozó con el manto el mango del cuchillo con el que yo había estado cortando las verduras, que cayó y se puso a girar por el suelo.
La mujer dio un grito.
—Catharina —dijo el hombre con voz pausada. Pronunció su nombre como sí tuviera canela en la boca. La mujer se calló y trató de calmarse.
Yo me adelanté a recoger el cuchillo y, limpiando la hoja en el delantal, lo dejé sobre la mesa. Al caer, el cuchillo había movido un trozo de zanahoria. Lo devolví a su montón.
El hombre me miraba con sus ojos grises como el mar. Tenía una cara larga, angulosa, con una expresión imperturbable, en contraste con la de su mujer, que era tornadiza como la llama de una vela. No tenía ni barba ni bigote, y eso me gustaba, porque le daba un aspecto limpio. Llevaba una capa negra sobre los hombros, una camisa blanca y una fina gorguera de encaje. El sombrero ocultaba unos cabellos del color rojo de los ladrillos mojados por la lluvia.
—¿Qué estabas haciendo, Griet? —me preguntó.
Me sorprendió la pregunta, pero supe ocultar mi sorpresa.
—Picando las verduras para la sopa, señor.
Siempre colocaba las verduras formando un círculo en el que cada verdura ocupaba un segmento, como si fueran las porciones de una tarta. Había cinco: col roja, cebolla, puerro, zanahoria y nabo. Utilizaba la hoja del cuchillo para dar forma a cada porción y en el centro del círculo ponía una rodaja de zanahoria.
El hombre dio un golpecito en la mesa con un dedo.
—¿Están puestas en el orden en el que se echan a la sopa? —sugirió, estudiando el círculo.
—No, señor —dije dubitativa. No sabía explicar por qué había colocado así las verduras. Sencillamente las ponía como consideraba que debían ir, pero estaba demasiado asustada para decirle tal cosa a aquel caballero.
—Veo que has separado las blancas —dijo, señalando los nabos y las cebollas—. Y el naranja y el morado tampoco van juntos. ¿Por qué? —cogió un trocito de col roja y una rodaja de zanahoria y los agitó entre sus manos, como si fueran dados.
Yo miré a mi madre, que movió la cabeza en un leve gesto de asentimiento.
—Los colores se pelean cuando los pones juntos, señor.
Arqueó las cejas, como si no hubiera esperado esa respuesta.
—¿Y pasas mucho tiempo disponiendo las verduras antes de hacer la sopa?
—Oh, no, señor —contesté confusa. No quería que pensara que era una remolona.Por el rabillo del ojo percibí algo que se movía. Mi hermana, Agnes, estaba espiando junto a la puerta y había meneado la cabeza al oír mi respuesta. Yo no solía mentir. Bajé la vista.

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Comentario personal: Antes que nada, despejar algunas dudas sobre el nombre del autor de esta maravillosa pintura. Puede inducir a error el hecho de que pueda escribirse de tantas formas . Para eso os dejo un enlace y así no tecleo tanto.
Este es uno de los pocos casos en que una película complementa de manera perfecta, en mi opinión, una buena novela. Lo hace a través de una recreación perfecta de la época y sus personajes. O puede que ya no me sea posible separarlas porque lectura y película se sucedieron en pocos días. Tracy Chevalier escribió el guión para el film y así se conservó la peculiar atmósfera del libro, uno de los que más he disfrutado en los dos últimos años.
La autora: Nació en Washington, en 1966. Es autora de otros libros de éxito, aunque yo no he leído nada más que éste (no me fiaba de los títulos). "La Virgen Azul "y "La dama y el Unicornio" las he visto en escaparates. No sé si habrá otras. Chevalier, hizo un máster de escritura creativa en Inglaterra cuando se propuso escribir en serio. Se casó allí y creo que vive en Londres. Y no sé mucho más, salvo que su padre ha fallecido recientemente; en éste mes, me parece.

18 julio 2007

Hermann Hesse

Alma infantil
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Relato breve. Fragmento.
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A veces actuamos, nos movemos, hacemos esto y aquello, y todo resulta leve, fácil y en cierto modo espontáneo, parece que está en nuestra mano obrar de modo diferente. Y otras veces, a otras horas, todo lleva el signo de la necesidad y cada respiración nuestra está marcada por el destino.
Los actos de nuestra vida que llamamos buenos y de los que nos resulta fácil hablar son casi todos del primer género, "ligeros", y los olvidamos pronto. Otros actos, de los que nos cuesta hablar, no los olvidamos nunca, son como más nuestros que los primeros y su sombra se proyecta ampliamente sobre todos los días de nuestra vida.
En nuestra casa paterna, grande y clara, sita en una calle luminosa, se entraba por un portal alto, e inmediatamente se sentía uno envuelto en frescor, penumbra, ambiente húmedo y pétreo. Nos acogía silencioso el vestíbulo elevado y sombrío, el pavimento de ladrillos rojos que conducía en ligera pendiente hacia la escalera que se hallaba al fondo, en la oscuridad. Miles de veces entré por este portal sin fijar mi atención en él ni en el corredor ni en las baldosas ni en la escalera; pero era siempre el ingreso en otro mundo, en "nuestro mundo". El vestíbulo olía a piedra, era tenebroso y alto; al fondo al escalera llevaba desde la fría oscuridad a la luz y el confort. Lo primero era siempre el vestíbulo y la austera penumbra: aquello tenía algo de padre, de dignidad y poder, algo de castigo y mala conciencia. Miles de veces lo crucé con un temple jovial. Pero en ocasiones me sentía, una vez dentro, oprimido y empequeñecido, tenía miedo y buscaba presuroso la escalera salvadora.
Un día, a mis once años, volvía de la escuela para casa; era uno de sos días en que el destino acecha en todo rincón donde fácilmente puede pasar algo. En tales fechas se diría que todos los desórdenes y conflictos de la propia alma se refeljan en nuestro entorno y llegan a desfigurarlo. La desazón y el miedo oprimen nuesytro corazón, el mundo nos parece mal organizado y chocamos por doquier con resistencias.
Algo de esto me ocurrió aquel día. Desde el amanecer me embargaba -¿quién sabe por qué?, ¿tal vez por sueños nocturnos? - un sentimiento como de culpabilidad, aunque no había hecho nada de particular. Aquella mañana la cara de mi padre ofrecía una expresión doliente y acusadora, la leche del desayuno estaba tibia y sosa. En la escuela no es que tuviera dificultades, pero todo me supo a aburrido muerto y desalentador, y a ello se sumó ese sentimiento de impotencia y desesperación, ya bien conocido por mí, que nos dice que el tiempo es inacabable, que somos eternos, para siempre pequeños y desvalidos, y quedaremos aherrojados a esta escuela estúpida y hedionda, años y años, y que la vida toda es absurda y odiosa.
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Comentario personal: Este breve relato de Hesse, nos cuenta una travesura de esas que, como dice al principio, recordamos toda la vida. Algo que nos mostró que podíamos cometer un acto que nadie espera de nosotros, negar que lo hemos hecho, y que nos hunde cuando, finalmente, la verdad sale a la luz. Pequeñas cosas que "proyectan su sombra" en nuestra existencia posterior. No por su importancia, ni porque no nos perdonaran; es porque nos cuesta perdonar, si alguna vez lo hacemos, a quien nos perdonó.
El autor: H. Hesse recibió el Nobel de Literatura en 1946. Sobradamente conocidas son "El lobo estepario" "Siddhartha", o "Demian", entre otras muchas obras. Su abuelo y su padre, habían sido misioneros en la India, de ahí, tal vez, ese extremado sentido de culpabilidad que muestra en este relato.
Nació en Alemania en 1877 y murió en Suiza en 1962.

14 julio 2007

Arthur C. Clarke

Odisea final. 3010
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Fragmento del Prólogo. Los primogénitos
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Llámenlos los primogénitos. Aunque ni remotamente eran seres humanos, eran de carne y sangre y, cuando miraron hacia afuera, a través de las profundidades del espacio, sintieron pavor reverencial y curiosidad... y soledad. No bien poseyeron el poder, empezaron a buscar camaradería entre las estrellas.
En sus exploraciones se toparon con vida en muchas formas, y observaron la obra de la evolución en mil mundos. Vieron cuan a menudo los primeros chisporroteos tenues de inteligencia brillaban y se extinguían en la noche cósmica.
Y debido a que en toda la Galaxia no habían encontrado algo más precioso que la Mente, fomentaron su alborear por doquier. Se convirtieron en labradores en los campos de las estrellas: sembraban y, en ocasiones, cosechaban.
Y, en ocasiones, sin apasionamiento alguno, tenían que erradicar los cultivos desviados.
Los grandes dinosaurios habían desaparecido hacía ya mucho, su promesa matutina aniquilada por un mazazo al azar proveniente del espacio, cuando la nave de exploración ingresó en el Sistema Solar después de un viaje que ya había durado mil años. Pasó al lado de los congelados planetas exteriores, hizo una breve detención por encima de los desiertos del agonizante Marte, y pronto miró hacia la Tierra.
Extendiéndose por debajo de ellos, los exploradores vieron un mundo en el que pululaba la vida. Durante años estudiaron, recogieron, catalogaron. Cuando hubieron aprendido todo lo que pudieron, empezaron a introducir modificaciones. Manipularon, con irregular habilidad, el destino de muchas especies, tanto en tierra como en los mares. Pero cuál de sus experimentos iba a rendir frutos, no lo podrían saber hasta dentro de un millón de años cuando menos.
Eran pacientes, pero aún no eran inmortales. ¡Había tanto por hacer en ese universo de cien mil millones de soles, y otros mundos estaban llamando! Así que, una vez más, partieron hacia el abismo, conscientes de que nunca más volverían a esos parajes, y tampoco había necesidad de que lo hicieran: los servidores que habían dejado atrás harían el resto.
En la Tierra, los glaciares vinieron y se fueron, mientras que, por sobre ellos, la inmutable Luna todavía conservaba su secreto proveniente de las estrellas. Con ritmo aun menor que el del hielo polar, las mareas de civilización fluían y refluían de un punto al otro de la Galaxia. Extraños y hermosos y terribles imperios se alzaron y desplomaron, transmitiendo su sabiduría a sus sucesores.
Y ahora, allá afuera, entre las estrellas, la evolución se dirigía hacia nuevas metas. Hacía mucho que los primeros exploradores de la Tierra habían llegado hasta los límites que permitían la carne y la sangre.
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Comentario personal: Contra la Ciencia de C. Sagan, la Ficción de Clarke. Personalmente, creo que se complementan bastante bien; que de la Ciencia nace una Ficción, no tan disparatada, donde un hombre modificado en forma y pensamiento es capaz, a su vez, de modificar interminablemente su entorno. ¿No es esa otra Teoría de la Evolución? ¿No es eso lo que la Humanidad lleva miles de años haciendo? Evoluciona, modifica, crea y destruye. Los cuatro libros de esta saga, nos llevan a un futuro nada imposible.
El autor: Si aún vive, que no estoy segura de ello, está a punto de cumplir 90 años. Nació en Inglaterra y estudió matemáticas y física, trabajó con radares espaciales y para la defensa durante la II G. M. y popularizó la órbita gestoestacionaria de satélites de comunicaciones. GEO, es conocida también como "Órbita Clarke" en su honor. Muy lejos de la ciencia ficción de kiosco, escribe desde unos conocimientos científicos cultivados desde la infancia. Es mucho más ameno que Isaac Asimov, otro científico abocado a éste tipo de literatura.

11 julio 2007

Carl Sagan

Miles de Millones
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(fragmento cap. I)
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Hay quienes... creen que el número de [granos] de arena es in­finito...
Otros, aun sin considerarlo infinito,
piensan que todavía no se ha mencionado un número
lo bastante grande [...].
Pero voy a tratar de mostrarte [números que] superen
no sólo el de una masa de arena equivalente a la Tierra [...]
sino el de una masa igual en magnitud al Universo.
Arquímedes ( 287-212 adC). El arenario

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Jamás lo he dicho. De verdad. Bueno, una vez afirmé que quizás haya 100.000 millones de galaxias y 10.000 trillones de estrellas. Resulta difícil hablar sobre el cosmos sin emplear números grandes.
Es cierto que pronuncié muchas veces la frase «miles de millones» en la popularísima serie televisiva Cosmos, pero jamás dije «miles y miles de millones»; por una razón: resul­ta harto impreciso. ¿Cuántos millares de millones son «miles y miles de millones»? ¿Unos pocos? ¿Veinte? ¿Cien? «Miles y miles de millones» es una expresión muy vaga. Cuando adap­té y actualicé la serie me entretuve en comprobarlo, y tengo la certeza de que nunca he dicho tal cosa.
Quien sí lo dijo fue Johnny Carson, en cuyo programa he aparecido cerca de treinta veces en todos estos años. Se disfrazaba con una chaqueta de pana, un jersey de cuello alto y un remedo de fregona a modo de peluca. Había creado una tosca imitación de mi persona, una especie de Doppelgänger* que hablaba de «miles y miles de millones» en la televisión a altas horas de la noche.
La verdad es que me molestaba un poco que una mala re­producción de mí mismo fuese por ahí, diciendo cosas que a la mañana siguiente me atribuirían amigos y compañeros (pese al disfraz, Carson –un competente astrónomo aficio­nado– a menudo hacía que mi imitación hablase en térmi­nos verdaderamente científicos).
Por sorprendente que parezca, lo de «miles y miles de millones» cuajó. A la gente le gustó cómo sonaba. Aun ahora me paran en la calle, cuando viajo en un avión o en una fiesta y me preguntan, no sin cierta timidez, si no me importaría repetir la dichosa frase.
–Pues mire, la verdad es que nunca dije tal cosa –res­pondo.
–No importa –insisten–. Dígalo de todas maneras.
Me han contado que Sherlock Holmes jamás contestó: «Elemental, mi querido Watson» (al menos en las obras de Arthur Conan Doyle), que James Cagney nunca exclamó: «Tú, sucia rata», y que Humphrey Bogart no dijo: «Tócala otra vez, Sam»; pero poco importa, porque estos apócrifos han arraigado firmemente en la cultura popular.
Todavía se pone en mi boca esta expresión tontorrona en las revistas de informática («Como diría Carl Sagan, hacen falta miles y miles de millones de bits»), en la sección de eco­nomía de los periódicos, cuando se habla de lo que ganan los deportistas profesionales y cosas por el estilo.
Durante un tiempo tuve una reticencia pueril a pronunciar o escribir esa expresión por mucho que me lo pidieran, pero ya la he superado, así que, para que conste, ahí va:
«Miles y miles de millones.»
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*En el antiguo folclore germano, el doble fantasmal de alguien. Cuando se encontraban la persona original y su contrafigura, era signo seguro de la muerte inminente de la primera. (N. del T.)

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Comentario personal: Ya sé a quien le va a gustar que traiga a Sagan hasta aquí. ¿O me equivoco, Frac?. El hombre de las estrellas; el que nos mantenía clavados en el sofá viajando con él por las galaxias; el que nos abrió puertas al cielo. Al menos, hizo eso con los que desconocíamos casi todo y apenas podíamos distinguir la Osa Mayor en el cielo nocturno. Os dejo aquí un enlace a Wikipedia, mucho más extenso que lo que yo pudiera, o supiera, deciros de su vida y obra.
Si alguna vez se encuentra vida inteligente en el Cosmos, será por obra y gracia de este hombre estelar.

09 julio 2007

Helene Hanff

84, Charing Cross Road
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(Las dos primeras cartas)
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14 East 95th St.
New York City
5 octubre 1949

Marks & Co.
84, Charing Cross Road
Londres, W.C. 2
Inglaterra
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Señores:
Su anuncio publicado en la Saturday Review of Literatu­re dice que están ustedes especializados en libros agotados. La expresión «libreros anticuarios» me asusta un poco. Porque asocio «antiguo» a «caro». Digamos que soy una escrito­ra pobre amante de los libros antiguos y que los que deseo son imposibles de encontrar aquí salvo en ediciones raras y carísimas, o bien en ejemplares de segunda mano en Barnes & Noble que, además de mugrientos, suelen estar llenos de anotaciones escolares.
Les adjunto una lista de mis necesidades más apremiantes. Si disponen ustedes de ejemplares limpios de segunda mano de algunos de los libros de esa lista, y a un precio que no rebase los 5 dólares por unidad, ¿tendrán la amabilidad de considerar la presente como un pedido en firme y enviár­melos?
Dándoles de antemano las gracias, les saluda
Helene Hanff
(Srta.) Helene Hanff

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MARKS & CO.,Libreros84, Charing Cross RoadLondres, W.C. 2
25 octubre 1949
Srta. Helene Hanff
14 East 95th Street
New York 28, New York.
U.S.A.
...

Distinguida señora:
En respuesta a su carta del 5 de octubre, me complace decirle que hemos conseguido satisfacer las dos terceras partes del problema. Los tres ensayos de Hazlitt que usted quiere se incluyen en la edición de Nonesuch Press de sus Ensayos escogidos, y el de Stevenson se encuentra en Virgi­nibus Puerisque. Le enviamos por paquete postal sendos ejemplares de ambos en excelente estado, confiando en que le llegarán perfectamente en su momento y la complacerán. Encontrará incluida nuestra factura en el envío.
Más difícil va a ser encontrar los ensayos de Leigh Hunt, pero trataremos de hallar algún volumen atractivo que los in­cluya todos. No tenemos la Biblia latina que usted nos describe, pero sí un Nuevo Testamento en latín y un Nuevo Testamento en griego: se trata de dos ediciones modernas co­rrientes, encuadernadas en tela. ¿Podrían ser de su gusto?
Queda a su disposición,
FPD
p/o MARKS & CO.
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Comentario personal: En otras ocasiones hemos hablado ya de éste emocionante libro y de la magnífica película que de él se hizo. Para aquellos de nosotros (en este blog, todos) que amamos la literatura con pasión, ver reflejado ese mismo sentimiento en una historia así, es un regalo al que no se le puede poner precio.
Nos sentimos plenamente identificados con los protagonistas, envidiamos sus conocimientos, sentimos ese tacto de los libros en las manos y, con un suspiro de satisfacción, nos sentamos a leerlos, no sin antes acariciarlos largamente, sonriendo de felicidad.
La autora: Helen Haff nació en 1916 en Filadelfia y murió en 1997; ignoro dónde. Este libro es la única obra memorable que escribió, aunque justifica toda una carrera literaria. En 1949 leyó, en el New York Times, un anuncio de la librería Marks&CO, especializada en libros antiguos en Londres. Empezó una correspondencia, que se prolongó muchos años en el tiempo. Cuando en 1969 Helen recibió una carta de la librería informándole de la muerte de Frank, su corresponsal directo, la escritora decidió abrir la caja donde guardaba su correspondencia y reproducirla en un libro que en los años 60 se convirtió en un gran éxito editorial. No estoy segura de si la escribió, en principio, como una obra de teatro. Me parece posible, ya que esa era su otra gran pasión. La película se estrenó en España con el título "La carta final"

05 julio 2007

Lewis Carroll

Alicia en el País de las Maravillas
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Una Merienda de Locos
Capítulo 7. Fragmento
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La Liebre de Marzo y el Sombrerero estaban tomando el té frente a la casa, en una mesa dispuesta bajo un árbol: sin cuidado alguno apoyaban sus codos sobre un lirón que dormía profundamente entre ellos y hablaban sin más por encima de su cabeza.
"¡Qué incómodo estará ese lirón!", pensó Alicia. "Aunque quizás, como está dormido, no le importa demasiado"
La mesa era bien grande, y, sin embargo, los tres se habían agrupado muy juntos en torno a una esquina. "¡No hay sitio, no hay sitio!", se pusieron a vociferar apenas vieron que Alicia se les acercaba. "¡Hay sitio de sobra!", replicó Alicia sentándose en una amplia butacona que estaba arrimada a un lado de la mesa.
"¿Te apetece un poco de vino?", insinuó meliflua la Liebre de Marzo. Alicia miró por toda la mesa sin ver más que té, por lo que observó: "No veo ese vino por ninguna parte".
"No lo hay", replicó en seguida la Liebre de Marzo.
"Entonces, no ha sido nada amable el ofrecérmelo", dijo Alicia enojada.
"Tampoco lo ha sido sentarse a esta mesa sin haber sido invitada", repuso la Liebre.
A todo esto, el Sombrerero que había estado observando a Alicia con gran curiosidad, le dijo: "¡Lo que tú necesitas es un buen corte de pelo!" Era lo primero que se le había ocurrido decir en un buen rato.
"¡Debería usted acostumbrarse a no hacer comentarios personales!", contestó Alicia. "¡Es de muy mala educación!"
Al oír esto, el Sombrerero abrió desmesuradamente los ojos, pero todo lo que dijo fue: "¿En que se parece un cuervo a una mesa de escribir?".
"¡Vaya! Parece que nos vamos a divertir un poco", pensó Alicia. "Me alegro de que les guste jugar a las adivinanzas...", y añadió en voz alta: "Creo que sí sé la solución".
"¿Cómo? ¿Quieres decir que piensas decirnos la solución?", preguntó sorprendida la Liebre de Marzo.
"Precisamente", contestó Alicia.
"Entonces", continuó la Liebre, "debieras decir lo que piensas".
"¡Pero si es lo que estoy haciendo!", se apresuró a replicar Alicia. "Al menos..., pienso lo que digo..., que después de todo viene a ser la misma cosa, ¿no?".
"¿La misma cosa? ¡De ninguna manera!", negó enfáticamente el Sombrerero. "Si fuera así, también daría igual decir 'veo cuanto como' que 'como cuanto veo' ".
"¡Que barbaridad!", coreó la Liebre de Marzo. "Sería como decir que da lo mismo afirmar que 'me gusta cuanto tengo' que 'tengo cuanto me gusta' ".
"Valdría tanto como querer afirmar", añadió el Lirón que parecía hablar en sueños, "que da lo mismo decir 'respiro cuando duermo' que 'duermo cuando respiro' ".
"¡Eso sí que te da igual a ti!", exclamó el Sombrerero; y con eso cesó la conversación.
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Comentario personal: Libro imprescindible para todas las edades. Lo mismo que "A través del espejo", "La caza del Snark" o "Matemática demente" del mismo autor. "Alicia..." es uno de esos libros que, a medida que aprendes, van mostrándote nuevas maneras de entenderlos; de profundizar en el conocimiento del lenguaje y de cómo puedes decir sin decir, mostrar para esconder, o todo lo contrario. Cómo todos lo habréis leído, no creo necesario extenderme más, si no es para repetir que es uno de mis libros favoritos.
El autor: Lewis Carroll, es el seudónimo que eligió Charles Lutwidge Dodgson, para firmar sus libros infantiles. Nació en 1.832 y murió en 1.898, en Inglaterra. Profesor en Oxford durante 40 años, su especialidad fue la Lógica Matemática, sobre la que escribió diversos tratados. Y esa lógica, le sirve muy bien para los juegos de palabras que incluye en todas sus obras de ficción.
"Alicia en el País de las Maravillas", se publicó en 1.865, con ilustraciones de John Tenniel.