Como un libro cerrado
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Parábola del sembrador (frag)
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Parábola del sembrador (frag)
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Muchos años antes de que yo leyera los Evangelios, me los contaron.
Es asombroso que algunos de mis colegas, profesores de universidad, sean incapaces de entender cómo funciona la transmisión oral de la literatura, cuando nosotros mismos hemos conocido tantos textos literarios no por haberlos leído, sino por haberlos oído.
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Con las parábolas evangélicas, la narración oral cerraba un círculo: las parábolas fueron, en su origen, cuentecillos o apólogos que sirvieron para ilustrar con ejemplos una predicación exclusivamente oral.
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De las parábolas, la que más me gustaba era la del sembrador: "Salió el sembrador a sembrar. Y sucedió que, según iba sembrando, una parte de la simiente cayó junto al camino, y llegaron los pájaros y se la comieron; y otra parte cayó en el pedregal, donde no tenía mucha tierra, y brotó enseguida, pero cuando salió el sol se quemó y se secó por no tener raíz; y otra cayó en los espinos, pero crecieron los espinos y la ahogaron, y no dio fruto; y otros granos cayeron en tierra buena y dieron fruto que se multiplicaba, y producía un grano treinta, otro sesenta y otro ciento".
Me gustaba no sólo porque eran tan accesible, tan fácil de entender, sino porque vagamente yo comprendía que aquello no sólo explicaba cómo era ese hipotético y abstracto Reino de los Cielos, sino cómo era la vida misma: uno puede hacer lo que sea, pero en definitiva es el azar el que determina cuál será el resultado. Y así la Palabra evangélica iba inculcándonos, sin que lo sintiéramos, un poquito de escepticismo y otro poco de fatalismo.
Uno nunca sabe qué semilla está cayendo en tierra buena. Y si eso es verdad en el mundo en general, es más verdad todavía en la enseñanza. Un niño o un adolescente son un universo imprevisible; y así el profesor puede estar desviviéndose por enseñar y transmitir unas cosas, pero a lo mejor es una frase dicha al desgaire, un detalle que a él le parecía insignificante, una cosa secundaria y trivial, lo que deja en su alumno una huella que dura toda la vida. Si tuviera que echar cuentas de la cantidad de frases triviales y de detalles irrelevantes que han determinado mi vida, no acabaría nunca de contar: son las semillas echadas a voleo que cayeron en tiera fértil; pero otras, que el sembrador se afanó en sembrar con cuidado, aquellas para las que escogió el lugar y el momento y en las que puso su ilusión y su esfuerzo, ésas no germinaron jamás. Por eso es mejor enseñar con fe y con fatalismo: allá va lo mejor que puedo daros; y, de este esfuerzo algo saldrá, aunque sea lo más imprevisible.
Es asombroso que algunos de mis colegas, profesores de universidad, sean incapaces de entender cómo funciona la transmisión oral de la literatura, cuando nosotros mismos hemos conocido tantos textos literarios no por haberlos leído, sino por haberlos oído.
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Con las parábolas evangélicas, la narración oral cerraba un círculo: las parábolas fueron, en su origen, cuentecillos o apólogos que sirvieron para ilustrar con ejemplos una predicación exclusivamente oral.
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De las parábolas, la que más me gustaba era la del sembrador: "Salió el sembrador a sembrar. Y sucedió que, según iba sembrando, una parte de la simiente cayó junto al camino, y llegaron los pájaros y se la comieron; y otra parte cayó en el pedregal, donde no tenía mucha tierra, y brotó enseguida, pero cuando salió el sol se quemó y se secó por no tener raíz; y otra cayó en los espinos, pero crecieron los espinos y la ahogaron, y no dio fruto; y otros granos cayeron en tierra buena y dieron fruto que se multiplicaba, y producía un grano treinta, otro sesenta y otro ciento".
Me gustaba no sólo porque eran tan accesible, tan fácil de entender, sino porque vagamente yo comprendía que aquello no sólo explicaba cómo era ese hipotético y abstracto Reino de los Cielos, sino cómo era la vida misma: uno puede hacer lo que sea, pero en definitiva es el azar el que determina cuál será el resultado. Y así la Palabra evangélica iba inculcándonos, sin que lo sintiéramos, un poquito de escepticismo y otro poco de fatalismo.
Uno nunca sabe qué semilla está cayendo en tierra buena. Y si eso es verdad en el mundo en general, es más verdad todavía en la enseñanza. Un niño o un adolescente son un universo imprevisible; y así el profesor puede estar desviviéndose por enseñar y transmitir unas cosas, pero a lo mejor es una frase dicha al desgaire, un detalle que a él le parecía insignificante, una cosa secundaria y trivial, lo que deja en su alumno una huella que dura toda la vida. Si tuviera que echar cuentas de la cantidad de frases triviales y de detalles irrelevantes que han determinado mi vida, no acabaría nunca de contar: son las semillas echadas a voleo que cayeron en tiera fértil; pero otras, que el sembrador se afanó en sembrar con cuidado, aquellas para las que escogió el lugar y el momento y en las que puso su ilusión y su esfuerzo, ésas no germinaron jamás. Por eso es mejor enseñar con fe y con fatalismo: allá va lo mejor que puedo daros; y, de este esfuerzo algo saldrá, aunque sea lo más imprevisible.
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Cuando leí este libro, creí estar leyendo la historia de mi propia infancia y primera adolescencia. No podía creer que alguien supiera más de mi que yo misma, pero así fue. Volví al colegio de su mano y a las lecturas de Historia Sagrada y a los juguetes que mi padre hacía para mi y a la necesidad de hacer, y hacerme, preguntas cuyas respuestas no entendía y provocaban más preguntas.
Es un libro autobiográfico que acaba con dos acontecimientos de esos que marcan la vida de una persona. P. Díaz-Mas tiene 19 años y su primer libro ya está en prensa cuando su padre fallece repentinamente. Así, una alegría inmensa se convierte en un duelo, inmenso también, que le hace acabar este libro con unas palabras aleccionadoras.
"No conviene poner un exceso de ilusiones en un vaso tan frágil como es la vida. La emoción y la pasión, si acaso, están en el momento de escribir"
Es un libro autobiográfico que acaba con dos acontecimientos de esos que marcan la vida de una persona. P. Díaz-Mas tiene 19 años y su primer libro ya está en prensa cuando su padre fallece repentinamente. Así, una alegría inmensa se convierte en un duelo, inmenso también, que le hace acabar este libro con unas palabras aleccionadoras.
"No conviene poner un exceso de ilusiones en un vaso tan frágil como es la vida. La emoción y la pasión, si acaso, están en el momento de escribir"