El lamento de Portnoy
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Estaba tan profundamente incrustada en mi consciencia que parece como si durante mi primer año de escuela yo hubiera creído que cada una de mis maestras era mi madre disfrazada. Tan pronto como sonaba la última campanada, yo corría hacia casa, preguntándome mientras tanto, si podría llegar a nuestro apartamento antes de que ella hubiera conseguido transformarse en ella misma. Invariablemente, ella estaba ya en la cocina para cuando yo llegaba, preparándome la leche y las pastas. Sin embargo, en vez de hacerme renunciar a mis ilusiones, el portento no hacía sino intensificar mi respeto hacia sus poderes. Y, de todos modos, siempre experimentaba una sensación de alivio al no haberla sorprendido en el lapso existente entre sus dos encarnaciones, aunque la verdad es que nunca dejaba de intentarlo; yo sabía que mi padre y mi hermana ignoraban la verdadera naturaleza de mi madre, y la carga de traición que yo imaginaba caería sobre mí si alguna vez llegaba a sorprenderla desprevenida era más de lo que yo deseaba soportar a la edad de cinco años. Creo que incluso temía acabar divisándola penetrar volando por la ventana de la alcoba o emerger, miembro a miembro, de un invisible estado y vestida con su delantal.
Desde luego, cuando ella me pedía que le hablara de como me había ido en el kindergarten, yo lo hacía escrupulosamente y con todo detalle. No pretendía comprender todas las implicaciones de su ubicuidad, pero era indiscutible que tenía algo que ver con el deseo de averigüar la clase de chiquillo que yo era cuando creía que ella no estaba cerca. Una consecuencia de ésta fantasía, que sobrevivió (en esta particular forma) hasta llegar yo al primer grado, fue que, viendo que no tenía opción, me volví sincero.
Ah, y brillante. De mi pálida y gruesa hermana mayor, mi madre decía (en presencia de Hannah, desde luego: también ella tenía como norma la sinceridad): "La niña no es ningún genio, pero tampoco vamos a pedir cosas imposibles, Dios la bendiga, trabaja de firme, se aplica todo lo que puede, así que todo lo que consiga está bien." De mí, el heredero de su larga nariz egipcia y de su parlanchina boca, decía mi madre, con su característica modestia: "¿Este bonditt? Ni siquiera necesita abrir un libro. Destaca en todo. ¡Albert Einstein II !"
¿Y cómo se tomaba mi padre todo esto? Bebía, no whisky como un goy, desde luego, sino aceite mineral y leche de magnesia y mascaba "Ex-Lax", y comía "All-Bran" por la mañana y por la noche; y engullía frutas secas pasadas por el almirez. Sufría -¡sufría!- estreñimiento. La ubicuidad de ella y el estreñimiento de él, mi madre penetrando por la ventana de la alcoba, mi padre leyendo el periódico vespertino con un supositorio recién puesto..., éstas, doctor, son las primeras impresiones que tengo de mis padres, de sus atributos y de sus secretos.
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Comentario: Una visita al psquiatra comienza de esta manera, sigue por los delirantes caminos de los recuerdos de la vida de Portnoy y se convierte en una lúcida, irónica e hilarante visión de las costumbres y psicología judías, al tiempo que se desmorona el "sueño americano" tal y cómo se había entendido por muchos inmigrantes. Roth, ha recibido muchísimos y prestigiosos galardones por su obra y está considerado como el escritor vivo más importante de Norteamérica, junto a Thomas Pynchon, Don DeLillo, y Cormac McCarthy. Así de restringida es la lista en la que se incluye su nombre. Cómo podéis ver en el enlace que os adjunto, varias de sus novelas se han llevado al cine, la última de ellas dirigida por Isabel Coixet, el año pasado.
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