11 junio 2009

Günter Grass

El Tambor de Hojalata
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Las cuatro faldas
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Pues sí: soy huésped de un sanatorio. Mi enfermero me observa, casi no me quita la vista de encima; porque en la puerta hay una mirilla; y el ojo de mi enfermero es de ese color castaño que no puede penetrar en mí, de ojos azules.
Por eso mi enfermero no puede ser mi enemigo. Le he cobrado afecto; cuando entra en mi cuarto, le cuento al mirón de detrás de la puerta anécdotas de mi vida, para que a pesar de la mirilla me vaya conociendo. El buen hombre parece apreciar mis relatos, pues apenas acabo de soltarle algún embuste, él, para darse a su vez a conocer, me muestra su última creación de cordel anudado. Que sea o no un artista, eso es aparte. Pero pienso que una exposición de sus obras encontraría buena acogida en la prensa, y hasta le atraería algún comprador. Anuda los cordeles que recoge y desenreda después de las horas de visita en los cuartos de sus pacientes; hace con ellos unas figuras horripilantes y cartilaginosas, las sumerge luego en yeso, deja que se solifiquen y las atraviesa con agujas de tejer que clava a unas peanas de madera.
Con frecuencia le tienta la idea de colorear sus obras. Pero yo trato de disuadirlo: le muestro mi cama metálica esmaltada y lo invito a imaginársela pintarrajeada en varios colores. Horrorizado, se lleva sus manos de enfermero a la cabeza, trata de imprimir a su rostro algo rígido la expresión de todos los pavores reunidos, y abandona sus proyectos colorísticos.
Mi cama metálica esmaltada sirve así de término de comparación. Y para mí es todavía más: mi cama es la meta finalmente alcanzada, es mi consuelo, y hasta podría ser mi credo si la dirección del establecimiento consintiera en hacerle algunos cambios: quisiera que le subieran un poco más la barandilla, para evitar definitivamente que nadie se me acerque demasiado.
Una vez por semana, el día de visita viene a interrumpir el silencio que tejo entre los barrotes de metal blanco. Vienen entonces los que se empeñan en salvarme, los que encuentran divertido quererme, los que en mí quisieran apreciarse, restarse y conocerse a sí mismos. Tan ciegos, nerviosos y mal educados que son. Con sus tijeras de uñas raspan los barrotes esmaltados en blanco de mi cama, con sus bolígrafos o con sus lapiceros azules garrapatean en el esmalte unos indecentes monigotes alargados. Cada vez que con su ¡hola! atronador irrumpe en el cuarto, mi abogado planta invariablemente su sombrero de nylon en el poste izquierdo de mi cama. Mientras dura su visita -y los abogados tienen siempre mucho que contar - este acto de violencia me priva de mi equilibrio y mi serenidad.
Luego de haber depositado sus regalos sobre la mesita de noche tapizada de tela blanca encerada, debajo de la acuarela de las anémonas, luego de haber logrado exponerme en detalle sus proyectos de salvación, presentes y futuros, y de haberme convencido a mí, al que infatigablemente se empeñan en salvar, del elevado nivel de su amor al prójimo, mis visitantes acaban por contentarse con su propia existencia y se van. Entonces entra mi enfermero para airear el cuarto y recoger los cordeles con que venían atados los paquetes. A menudo, después de ventilar, aún halla la manera, sentado junto a mi cama y desenredando cordeles, de quedarse y derramar un silencio tan prolongado, que acabo por confundir a Bruno con el silencio y al silencio con Bruno.
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Comentario: Las novelas de Grass, no pueden resumirse. O yo no puedo resumirlas. Quedarían fuera demasiadas cosas tan importantes como esa descripción del enfermero Bruno. Lo mejor es leerla y disfrutarla. No se puede decir que sea de fácil lectura, pero si se lee, no se olvida. Y si no se puede leer, tal vez podamos ver la película que nos dará una idea aproximada de la complejidad y la intensidad del argumento. La novela tiene, aproximadamente, 650 páginas y no hay que perderse ni una palabra :)
El autor: Lo último que he leído suyo "El gato y el ratón" , donde también están presentes algunos de los elementos de esta novela, siquiera sea de forma esquemática. Más sobre este magnífico escritor, galardonado con el Nobel en 1999.
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01 junio 2009

Natalia Ginzburg

Léxico familiar
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Cuando yo era pequeña y vivía en casa de mis padres, si mis hermanos o yo volcábamos un vaso encima del mantel o se nos caía un cuchillo, mi padre tronaba: "¡No hagáis groserías!"
Si mojábamos el pan en la salsa, gritaba: "¡No rebañéis los platos! ¡No hagáis mejunjes!"
Los cuadros modernos también eran, según mi padre, cochinadas y mejunjes; no los podía soportar.
Y decía: "Si fueráis a una tablehôte de Inglaterra, os echarían enseguida por hacer cochinadas"
Tenía en gran estima a Inglaterra. Consideraba que era el mayor ejemplo de civilización del mundo.
Durante las comidas solía hablar de las personas que había visto ese día; era muy severo en sus juicios y todo el mundo le parecía estúpido. Para él, un estúpido era "un simple". "Me ha parecido un grandísimo simple", decía de alguien a quien acababa de conocer. Además de los "simples", estaban los "palurdos". Para mi padre los "palurdos" eran las personas que se comportaban ruda y tímidamente, las que se vestían de forma inapropiada, las que no sabían montañismo y las que no sabían idiomas.
Llamaba "palurdez" a cada acto o gesto nuestro que juzgaba fuera de tono. "¡No seáis palurdos! ¡No hagáis palurdeces!", nos gritaba continuamente. La gama de las palurdeces era muy amplia. Llamaba "palurdez" a ir con zapatos de ciudad a las excursiones al monte, a entablar conversación en el tren o por la calle, con un compañero de viaje o con un transeúnte, a hablar con los vecinos desde la ventana, a quitarse los zapatos en el salón y calentarse los pies en el radiador, a quejarse de sed, de cansancio o rozaduras en los pies durante las excursiones y a llevar a ellas comidas grasientas y servilletas para limpiarse los dedos.
A las excursiones sólo se podía llevar un determinado tipo de alimentos: queso, mermelada, peras y huevos duros, y sólo se podía tomar el té que él mismo preparaba en el hornillo de gas. Inclinaba sobre éste su cabeza absorta con el pelo rojo cortado a cepillo y protegía la llama del viento con su chaqueta de lana color hollín, chamuscada y pelada por la zona de los bolsillos; todas las vacaciones llevaba la misma.
No permitía que nos lleváramos coñac ni terrones de azúcar a las excursiones, porque decía que eran "cosas de palurdos", y no nos podíamos parar a merendar en los chiringuitos porque era una palurdez. También era una palurdez ponerse un pañuelo o un sombrero de paja para que no nos diera el sol en la cabeza, cubrirnos con impermeables con capucha cuando llovía y anudarnos bufandas al cuello. Todas estas protecciones eran muy importantes para mi madre, y todas las mañanas, antes de salir de excursión, las metía en la mochila, pero mi padre, nada más verlas, las volvía a sacar encolerizado.
Nosotros con nuestros zapatos de clavos duros y pesados como el plomo, medias de lana, pasamontañas, gafas para el hielo sobre la frente, y el sol cayendo a plomo sobre nuestras sudorosas cabezas, mirábamos con envidia a los "palurdos", que subían, ligeros, en zapatillas de tenis, o se sentaban a tomar nata en los chiringuitos.
[...]
Mi hermano Gino era su predilecto, pues le daba gusto en todo: le interesaba la historia natural, coleccionaba insectos, cristales y minerales, y además, era muy estudioso. Después se matriculó en ingeniería, y cuando volvía a casa después de algún examen diciendo que había sacado un diez, mi padre le preguntaba: "¿Cómo es que has sacado un diez? ¿Cómo no has sacado diez y matrícula de honor?".
Y si había sacado diez y matrícula de honor, mi padre decía:
"¡Bah!, era un examen muy fácil"
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Nota de la autora: "Todos los lugares, hechos y personas que aparecen en este libro son reales. [...]Hasta los nombres son reales. Al escribir, sentía tan profunda intolerancia por cualquier invención, que no he podido cambiar los nombres verdaderos. Me han parecido inseparables de las personas que los llevan. [...] Sólo he escrito lo que recordaba. Por eso, quien intente leerlo como si fuera una crónica, encontrará grandes lagunas. Y es que este libro, aunque haya sido extraído de la realidad debe leerse como una novela, es decir, sin pedir más, ni menos tampoco, de lo que una novela puede ofrecer. También he omitido muchas de las cosas que recordaba, sobre todo de las que me atañían directamente. Esta no es mi historia, sino (incluso con vacíos y lagunas) la de mi familia [...] Los libros que se basan en la realidad con frecuencia son sólo pequeños atisbos y fragmentos de cuanto vivimos y oímos."
Comentario: Al final del volumen hay un glosario sobre los acontecimientos, situaciones y nombres propios que la autora utiliza a lo largo del libro. En él podemos reconocer a muchas personas que fueron notables, a lo largo de los años en que transcurre la acción y después de ella, en la intelectualidad y política italianas, con especial incidencia en el periodo fascista. No es, en absoluto, una novela sentimental. La autora toma una larga distancia de los acontecimientos que relata, pero no por ello pierde fuerza, al contrario. Y provoca una cierta ternura en el lector, que puede verse retratado en ese léxico y maneras de hacer las cosas de su propia familia y entorno. Al menos, a mí me ha pasado.
La autora: No muy conocida aquí, es una escritora de renombre, tanto de novelas cómo de obras teatrales. Aquí la tenéis: