26 junio 2007

Miguel Delibes

Diario de un emigrante
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Fragmento del capítulo I
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24 enero, lunes
Hay panolis que se piensan que esto de escribir para uno es como el hablar a solas, cosa de chalados. Eso son ganas de enredar las cosas, porque uno no siempre dice lo que quiere y hay pensamientos que andan por dentro de uno y uno, por vueltas que le dé, no acierta a expresarlos, o a lo mejor, no le da la real gana de hacerlo. Uno es de una manera y, como uno es, no lo sabe ni su madre y, sin necesidad de ir a lo zorro, uno nunca se confía del todo a los demás y si quiere recordarse de algo, no hay como comerlo a palo seco, sin el recelo de que otro venga a cachondearse de lo que dice. Esta es la fetén y el que diga lo contrario miente.
Cuando murió la madre, sin ir más lejos, si yo me pongo a parlar no hubiera dicho más que boberías y, sin embargo, las ideas que me rondaban dentro no podían ser más serias y respetables. Y equilicual cuando la boda y los amiguetes me salían con que "todavía estaba a tiempo" y yo respondía que me iba a suicidar, como Melecio y como don Basilio y como el cagueta de Serafín, mi cuñado, y como cada quisque, porque desde que el mundo es mundo, todos tropezamos en la misma piedra y todos somos unos gilís. Pero dentro andaba la procesión y yo me sabía que no era un gilí por eso y que lo mío con la Anita no era un suicidio. Y yo digo que esto de escribir para uno es tal y como mirarse al espejo, con la diferencia de que uno no se ve aquí el semblante, sino los entresijos. Uno, al fin y al cabo, no es un zoquete y algo se pega de andar todo el día de Dios entre gente de libros.
Yo sé que ahora la vida mía va a pegar un quiebro y una cosa así no ocurre todos los días y si no me lo repito por escrito y hasta dos docenas de veces parece como que todo eso de largarme a América y despedirme de todas las cosas no fuese más que una coña. Llevo unos días como aliquebrado, dándole vueltas al asunto y ni la caza me lo quita del pensamiento.
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Comentario personal: No puedo comprender cómo este genio literario no tiene ya el Nobel. Este año, vuelve a estar propuesto para recibirlo, si no me equivoco, junto a Sábato y algún otro en lengua española, que lamento no recordar. Tengo tres o cuatro obras de Cela, pero todas, todas, las de Delibes que, a diferencia del anterior, nunca me ha decepcionado como escritor.
Incluso le perdoné, ya hace años, que fuera tan cazador :)
No os diré nada del autor, porque no necesita ni media palabra para reconocerle y apreciarle. Y que el Nobel se materialice en sus manos de una buena vez, que no son méritos los que le faltan.

22 junio 2007

Rubén Darío

El Canto Errante
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Parte final del prólogo que escribió para éste libro
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Jamás he manifestado el culto exclusivo de la palabra por la palabra. «Las palabras -escribe el señor Ortega y Gasset, cuyos pensares me halagan-, las palabras son logaritmos de las cosas, imágenes, ideas y sentimientos, y por tanto, sólo pueden emplearse como signos de valores, nunca como valores». De acuerdo. Mas la palabra nace juntamente con la idea, o coexiste con la idea, pues no podemos darnos cuenta de la una sin la otra. Tal mi sentir, a menos que alguien me contradiga después de haber presenciado el parto del cerebro, observando con el microscopio las neuronas de nuestro gran Cajal.
En el principio está la palabra como única representación. No simplemente como signo, puesto, que no hay antes nada que representar. En el principio está la palabra como manifestación de la unidad infinita, pero ya conteniéndola. Et verbum erat Deum.
La palabra no es en sí más que un signo, o una combinación de signos; mas lo contiene todo por la virtud demiúrgica. Los que la usan mal serán los culpables si no saben manejar esos peligrosos y delicados medios. Y el arte de la ordenación de las palabras no deberá estar sujeto a imposición de yugos, puesto que acaba de nacer la verdad que dice: el arte no es un conjunto de reglas, sino una armonía de caprichos.
Yo no soy iconoclasta. ¿Para qué? Hace siempre falta a la creación el tiempo perdido en destruir. Malhaya la filosofía que viene de Alemania, que viene de Inglaterra o que viene de Francia, si ella viene a quitar, y no a dar. Sepamos que muchas de esas cosas flamantes importadas, yacen, entre polillas, en ancianos infolios españoles. Y las que no, son pruebas por corregir para la edición de mañana, en espera de una sucesión de correcciones. Se está ahora, editorialmente -en Palma de Mallorca-, desenterrando de sus cenizas a un Lulio. ¿Creéis que este fénix resucitado contenga menos que lo que puede dar a la percepción filosófica de hoy cualquiera de los reporters usuales en las cátedras periodísticas y más o menos sorbónicas del día?
Construir, hacer, ¡oh, juventud! Juntos para el templo; solos para el culto. Juntos para edificar; solos para orar. Y la constancia no será la menor virtud, que en ella va la invencible voluntad de crear. Mas si alguien dijera: «Son cosas de ideólogos», o «son cosas de poetas», decir que no somos otra cosa. Es expresar: además del cerdo y del cisne, que nos han adjudicado ciertos filósofos, tenemos el ángel.
¡Tener ángel, Dios mío! Pido exégetas andaluces.
Resumo: La poesía existirá mientras exista el problema de la vida y de la muerte. El don de arte es un don superior que permite entrar en lo desconocido de antes y en lo ignorado de después, en el ambiente del ensueño o de la meditación. Hay una música ideal como hay una música verbal. No hay escuelas; hay poetas. El verdadero artista comprende todas las maneras y halla la belleza bajo todas las formas. Toda la gloria y toda la eternidad están en nuestra conciencia.
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Comentario personal. Mi abuela me enseñó la "Sonatina" de R. Darío y "La Pubilleta" de F. Soler (Pitarra) al mismo tiempo. Y un poco más tarde, siguió con la "Marcha Triunfal" del mismo Darío y con "La Barretina" de Mn. Jacinto Verdaguer. Era una secuencia lógica. Primero los cuentos de hadas y luego el impulso épico. O algo así. Mi otra abuela, por esas mismas fechas más o menos, me enseñaba los "Airiños, airiños, aires" de R. de Castro y a cantar "La Revoltosa" de R. Chapí. Todo ello en su idioma original. Después de un tiempo, aquellos poetas y canciones de mi niñez, que me sabía de memoria, se me quedaron cortos, porque a los 16 o 17 años, uno ya cree que no puede entretenerse con "cosas de críos". Tiene que pasar mucho más tiempo para mirarlos con otros ojos y ver qué más que aquello que ya sabemos, tienen que ofrecer. Y me he llevado alguna que otra agradable sorpresa. Hoy no os dejo ningún verso de Darío, pero creo que esta aproximación a su pensamiento os gustará.
El autor: Nació y murió en Nicaragua (1867-1916) Niño prodigio, hijo de matrimonio roto, fue su abuela quien se encargó de su educación y quien lo presentó como poeta a los 14 años. Muy inteligente, fue periodista, cónsul y embajador de su país, y se ganó muchas simpatías e influencias con los poemas, muy elogiosos, que dedicó a naciones y personalidades diversas. Esos no son sus mejores versos, pero hay "otro Rubén" más hondo y más desconocido. Queda para otro día.

18 junio 2007

Ryuichi Murakami

Azul casi transparente
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Páginas 53 y 54
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Ni siquiera cuando le quité con cuidado la tirita del culo, Moko abrió los ojos.
Reiko estaba envuelta en una sábana en el suelo de la cocina, Kei y Yoshiyama ocupaban la cama, Kazuo yacía junto al tocadiscos, siempre con su Nikomat en la mano, Moko estaba tumbada boca abajo en la alfombra, abrazada a un almohadón. Había una ligera mancha de sangre en la tirita, el ano se abría y cerraba al respirar, me recordaba a un tubo de goma.
El sudor que le corría por la espalda olía a flujo y a esperma.
Cuando Moko abrió los ojos, aún con algunas pestañas falsas, me sonrió. Luego gimió cuando le puse la mano entre las nalgas y se dio media vuelta.
-Tienes suerte de que llueva, la lluvia cura, apuesto a que gracias a la lluvia no te duele mucho.
El sexo de Moko estaba pegajoso. Se lo limpié con un kleenex, y cuando le metí un dedo, sus nalgas desnudas temblaron.
Kei abrió los ojos y preguntó:
-¿Eh, así que te quedaste a pasar la noche con esa putorra?
-Cállate, estúpida, no es ninguna puta - dije, espantando una nube de pequeños insectos que volaban alrededor.
-A mí no me importa, Ryu, pero tienes que andarte con cuidado a la hora de conseguirte un chute. Jackson dice que algunos de los tíos de la zona andan muy mal, te pueden hacer pedazos.
Kei se puso las bragas y fue a preparar café. Moko extendió una mano y dijo:
-Hey, dame un pitillo, uno de esos Sah-lem mentolados.
-Se dice Say-lem, no Sah-lem - dijo Kazuo, levántandose.
Frotándose los ojos, Yoshiyama dijo en voz alta a Kei:
-El mío sin leche ¿vale?
Luego se volvió hacia mí, que tenía el dedo todavía metido en el coño de Moko y dijo:
-Anoche, mientras vosotros estábais danzando en la fiesta en el piso de arriba, a mí allá abajo, me dio un fuerte escalofrío de angustia, sabes, directo en el corazón... Eh, Kazuo, tu lo viste ¿verdad?
Sin contestarle, Kazuo dijo soñoliento:
-No encuentro mi flash. ¿Alguien lo ha escondido o qué?
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Comentario personal: Esta escena transcurre después de otra, que no me atrevo a transcribir. Esta novela ha sido comparada, por su violencia sexual, con la "Naranja mecánica" pero es mucho más explícita y mucho más trágica. Los jóvenes protagonistas, drogadictos, desorientados después de la invasión de Japón, han perdido todas sus referencias y su refugio es la droga y la prostitución. Dos cosas que les facilitan los soldados americanos de una base cercana. Es una buena novela, pero al igual que a alguno de sus protagonistas "se te revuelven las tripas" cuando la lees. Y sin necesidad de droga alguna.

17 junio 2007

Haruki Murakami

Al sur de la frontera, al oeste del Sol
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Parte I
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Nací el 4 de enero de 1951. Es decir: la primera semana del primer mes del primer año de la segunda mitad del siglo XX. Algo, si se quiere, digno de ser conmemorado. Ésta fue la razón por la que decidieron llamarme Hajime («Principio»). Pero, aparte de eso, nada de memorable hubo en mi nacimiento. Mi padre trabajaba en una importante compañía de valores, mi madre era un ama de casa corriente. Durante la guerra, a mi padre lo reclutaron en una leva de estudiantes y lo enviaron a Singapur, donde, tras la rendición, permaneció un tiempo internado en un campo de prisioneros. La casa de mi madre fue bombardeada por los B-29 y ardió hasta los cimientos el último año de la guerra. Ambos pertenecen a una generación marcada por aquella larga contienda.
Sin embargo, en la época en que yo nací, apenas quedaban ya huellas de la guerra. En los alrededores de casa no había ruinas calcinadas, tampoco se veía rastro de las fuerzas de ocupación. Vivíamos en un barrio pequeño y apacible, en una casa que la empresa de mi padre nos había cedido. Era una casa construida antes de la guerra, un poco vieja, tal vez, pero amplia. En el jardín crecían grandes pinos, incluso había un pequeño estanque y una linterna votiva de piedra.
Nuestro barrio era el prototipo perfecto de zona residencial de clase media de las afueras de una gran ciudad. Los compañeros de clase con los que trabé amistad vivían todos en casas relativamente bonitas y pulcras. Dejando de lado las diferencias de tamaño, todas tenían recibidor y jardín, y en el jardín crecían árboles. La mayoría de los padres de mis amigos trabajaba en alguna empresa o ejercía profesiones técnicas. Eran contados los hogares donde la madre trabajara. En casi todas las casas había un perro o un gato. Y en cuanto a personas que vivieran en apartamentos o pisos, yo, en aquella época, no conocía a ninguna. Más adelante me mudaría a un barrio cercano, pero que tenía unas características similares. Así que, hasta que ingresé en la universidad y me fui a Tokio, estuve convencido de que las personas corrientes se anudaban, todas, la corbata; trabajaban, todas, en empresas; vivían, todas, en una casa con jardín; y tenían, todas, un perro o un gato. Respecto a otros tipos de vida, no lograba hacerme, en el mejor de los casos, una imagen real.
La mayoría de las familias tenía dos o tres niños. Ése era el promedio de hijos en el mundo donde crecí. Cuando evoco el rostro de los amigos que tuve en la infancia y la adolescencia, todos sin excepción, como timbrados por un mismo sello, formaban parte de familias de dos o tres hijos. Si no eran dos hermanos, eran tres; si no eran tres, eran dos. Se veían pocos hogares con seis o siete hijos, pero menos aún con uno solo.
Yo no tenía hermanos. Era hijo único. Y por eso sentí durante toda mi niñez algo parecido al complejo de inferioridad. Yo era un ser aparte en aquel mundo, carecía de algo que los demás poseían de la forma más natural.
Durante toda mi infancia odié la expresión «hijo único». Cada vez que la oía, era consciente de que me faltaba algo. Estas palabras parecían un dedo acusador que me apuntaba, señalándome: «Tú eres un ser imperfecto».

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Comentario personal: La confusión entre dos escritores japoneses, apellidados Murakami, fue motivo de una conversación entre mi amiga Frac y yo. Me equivoqué de Murakami :) Hoy os dejo un fragmento del Murakami al que ella se refería y os dejaré otro de aquel al que me refería yo, para que se aprecie claramente la diferencia entre ellos y, llegado el caso, no haya equivocaciones con el autor. La diferencia entre ambos es abismal. Y no discuto la calidad de ninguno de los dos.

14 junio 2007

Los llamamos Maestros

Disculpad si me plagio. Canibalismo literario se llama esta figura :)

Al tema de la entrada. Os dejo unas cuantas frases, ideas, reflexiones o consejos que, acerca de la escritura, nos han regalado algunos Maestros.
Siempre digo que hay que aprovechar las lecciones gratuitas mucho más que aquellas que pagamos porque están libres de toda sospecha. Y estos Maestros son generosos.
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Julio Cortázar
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Los cuentistas inexpertos suelen caer en la ilusión de imaginar que les bastará con escribir lisa y llanamente un tema que los ha conmovido, para conmover a su vez a los lectores. Incurren en la ingenuidad de aquel que encuentra bellísimo a su hijo y da por supuesto que los demás lo ven igualmente bello. Con el tiempo, con los fracasos, el cuentista capaz de superar esa primera etapa, ingenua, aprende que en literatura no bastan las buenas intenciones. Descubre que para volver a crear en el lector esa conmoción que lo llevó a él a escribir el cuento, es necesario un oficio de escritor, y que ese oficio consiste, entre muchas otras cosas, en lograr ese clima propio de todo gran cuento, que obligue a seguir leyendo, que atrapa la atención, que aísla al lector de todo lo que le rodea para después, terminado el cuento, volver a conectarlo con su circunstancia de una manera nueva, enriquecida, más honda o más hermosa.
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El cuento es como la fotografía; la novela, como el cine.
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Antonio Muñoz Molina
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Lo que quiero decir es que en el proceso creativo hay dos partes, hay una parte que es de pura disciplina, de trabajo. Una novela requiere muchas horas, meses, transpiración. Pero muchas veces sentimos que esa disciplina no lleva a ninguna parte. Y de pronto, en todos esos materiales que habían rondado por allí hay un dato mínimo que hace que todo cambie.
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Eça de Queiroz
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Nada más difícil que ser claro y breve. Se necesita ser un genio.
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Jean Cocteau
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El buen escritor es el que dice las cosas complicadas de un modo sencillo. El mal escritor es el que dice con complicación las cosas triviales.
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Baquero Goyanes
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El cuento, por su brevedad, es un género en el que caben menos acrobacias que las dables en otras modalidades literarias, por ejemplo, la novela. Así como en un soneto -y según Azorín, éste es a la poesía lo que el cuento a la prosa- no cabe prácticamente alteración en su estructura, cualquiera que sea el lenguaje empleado, las metáforas, el contenido del mismo; en el cuento ocurre algo parecido, y no porque en él se dé la supeditación a un esquema rígido e intocable, a una extensión fija (hay cuentos de una o dos páginas, pero también de treinta o más). La semejanza es sólo parcial, pero aún así puede resultar aclaradora de lo que quiero decir. Un cuento, por razón de los límites que le impone su tema, no permite ensayar las mismas novedades que son posibles en una novela.
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Horacio Quiroga
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Los cuentos pueden diferenciarse unos de otros como el sol de la luna. Pero el concepto, el coraje para contar, la intensidad, la brevedad, son los mismos en todos los cuentistas, de todas las edades. Todos ellos poseen en grado máximo la característica de entrar vivamente en materia. Nada más posible que aplicarle estas palabras: "al grano, al grano..." con que se hostiga al mal contador verbal. El cuentista que "no dice algo" que nos hace perder el tiempo, que lo pierde él mismo en divagaciones superfluas, puede volverse a uno y otro lado buscando su vocación. Ese hombre no ha nacido cuentista.
Pero ¿y si esas divagaciones, digresiones y ornatos sutiles, poseen en sí mismos elementos de gran belleza? ¿Y si ellos solos, mucho más que el cuento sofocado, realizan una excelsa obra de arte? Enhorabuena, responde la retórica. Pero no constituyen un cuento.
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William Shakespeare
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La brevedad es el alma del ingenio.

09 junio 2007

Juan Rulfo

No oyes ladrar a los perros
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Cuento completo
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-Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
-No se ve nada.
-Ya debemos estar cerca.
-Sí, pero no se oye nada.
-Mira bien.
-No se ve nada.
-Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante. La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
-Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
-Sí, pero no veo rastro de nada.
-Me estoy cansando.
-Bájame.
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
-¿Cómo te sientes?
-Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
-¿Te duele mucho?
-Algo -contestaba él.
Primero le había dicho: "Apéame aquí... Déjame aquí... Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco." Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
-No veo ya por dónde voy —decía él. Pero nadie le contestaba. El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
-¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien. Y el otro se quedaba callado. Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
-Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
-Bájame, padre.
-¿Te sientes mal?
-Sí
-Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean. Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
-Te llevaré a Tonaya.
-Bájame. Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
-Quiero acostarme un rato.
-Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado. La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
-Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas. Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
-Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se sienta usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso... Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: “¡Que se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!” Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente... Y gente buena. Y si no, allí esta mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: “Ese no puede ser mi hijo.”
-Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
-No veo nada.
-Peor para ti, Ignacio.
-Tengo sed.
-¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
-Dame agua.
-Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
-Tengo mucha sed y mucho sueño.
-Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza... Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas. Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara. Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
-¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: “No tenemos a quién darle nuestra lástima”. ¿Pero usted, Ignacio?
Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado. Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
-¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo—. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.

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Comentario personal. El cuento pertenece a su libro "El Llano en llamas", publicado en 1953. Con éste libro de relatos me inicié en la lectura de Rulfo. Luego vino "Pedro Páramo" y todo lo que de él pude encontrar. Este cuento, en concreto, me emocionó y me sigue emocionando a pesar de haberlo leído muchas veces. Por eso no he podido limitarme a un fragmento :)
El autor. No necesita presentación alguna. No creo que haya ningún buen lector que no se haya topado con Rulfo y que no aprecie su trabajo. Saludado por Borges, Mutis y García Márquez, entre otros, como el mejor escritor de su generación, fue también un excelente fotógrafo.

05 junio 2007

William Shakespeare

Sonetos de Amor
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Versión de Manuel Mujica Láinez
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Soneto LXXI
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Cuando haya muerto, llórame tan sólo
mientras escuches la campana triste,
anunciadora al mundo de mi fuga
del mundo vil hacia el gusano infame.
.
Y no evoques, si lees esta rima,
la mano que la escribe, pues te quiero
tanto que hasta tu olvido prefiriera
a saber que te amarga mi memoria.
.
Pero si acaso miras estos versos
cuando del barro nada me separe,
ni siquiera mi pobre nombre digas
.
y que tu amor conmigo se marchite,
para que el sabio en tu llorar no indague
y se burle de ti por el ausente.

Fulgor y muerte de Joaquin Murieta

Bueno, a ver si lo he hecho bien.
El título del post, es el camino que os llevará a mi página de Amigos Invisibles, donde he puesto los enlaces a las diferentes piezas que componen esta Cantata.
Podéis, o bien sólo escucharlas, o bien, haciendo clic sobre el enlace con el botón derecho, elegir Guardar destino como..., en el menú que se desplegará y bajarla a vuestro ordenador.
El texto, que no está del todo completo en el libreto adjunto, también intentaré subirlo al servidor en formato .txt, para que lo tengáis tan completo como sea posible.
¡Que lo disfrutéis...!
¡Ah..! No puedo dejarlo muchos días, porque ocupa un montón de espacio en el servidor, pero intentaré no borrarlo hasta fin de mes.