29 agosto 2007

Francisco Umbral

Los Helechos Arborescentes
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Capítulo I. Fragmento
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Inmensos bosques de coníferas
y helechos arborescentes cubrían los
continentes, purificando la atmósfera
de anhídrido carbónico.
(Introducción a la Prehistoria.
De mi Enciclopedia infantil)

Inmensos bosques de coníferas y helechos arborescentes cubrían los continentes, purificando la atmósfera de anhídrido carbónico, y el lechero de la caída de la tarde pasaba en su carro de fuego y el jaleo de la leche sonando fresco, dentro de los cántaros, y yo me quedaba en suspenso, mirando quieto a la nada de la calle, a la calle de nada, en un resol tardío, que era cuando pasaba el moro de Franco, el moro de la guerra, el moro Muza, con sus grandes bragas hasta las rodillas (los chicos de la banda decían que hacía sus necesidades dentro de las bragas caqui, y que lo llevaba todo allí, oloroso a letrina y heroísmo), y con su turbante de moro Muza, que tenía prendido un escudo de España, una sangrienta luna y el retrato de carnet de una valenciana que le había querido mucho.
-¿Españolito decirme a mí casas de las niñas?
Y españolito decirle a él las casas de las niñas o de putas, pero eso fue la primera vez, y cuando me dejó una moneda de cobre, una perrona de diez céntimos, del color de su mano, oscura en la palma más clara, la perrona, y luego se repitió la escena y la pregunta, porque el moro no veía que el españolito era el mismo, el que estaba allí, sentado en el poyo de la esquina, a la luz de dos calles, dubitativo como después toda la vida, entre dos iluminaciones, hasta que por fin empezó a conocerme y reconocerme y ya se limitaba a dejarme una perrona y una sonrisa, sin preguntarme nada, porque había aprendido el camino (clara sonrisa oscura de otra raza, que me estremeció como en el cine).
Por fin, una tarde me tomó de la mano, vestido de monaguillo como yo estaba, y no me dejó en el borde revuelto y maldito del barrio de las putas, sino que me adentró con él en el laberinto, y decía que si yo estaba así vestido porque era alguna fiesta cristiana, yo también soy cristiano, mira, nos bautizó Franco a bordo, y me mostraba un escapulario con el Sagrado Corazón de Jesús, abarquillado, que se sacaba del pecho como si se sacase su propio corazón.
-No, no es fiesta, bueno, sí, es un poco de fiesta, o sea en la parroquia, la novena de San Miguel.
-¿Dónde San Miguel?
Y el moro se adentraba en el barrio de las putas, con su turbante prendido de mil cosas, en el que se posaba algún vencejo sucio y enfermo de última hora, con su mirada entre borracha y perspicaz de moro Muza, con sus bragas enormes, crujientes, olorosas y quién sabe si cagadas, o en todo caso orinadas, y conmigo de la mano, vestido yo de monaguillo de lujo, ropones y hopalandas que don Luis, el coadjutor, había sacado para mí de los arcones más antiguos de la sacristía.
Pero yo llevaba el pelo pelado al cero, por el piojo verde, y me hubiera gustado completar mi hábito de monaguillo cristiano con un turbante sarraceno y la sangrienta luna que ponía púrpura en el blanco vendaje del moro Muza que, según decían ya las putas, era causa de su baja en el frente, su estancia en la ciudad y su ocio oriental que había provisto de huríes de Salamanca, de Burgos, de Valladolid, de Herrera de Pisuerga, de Mansilla de las Mulas, provincia de León, y de Medina del Campo, que era de donde venían las putas más finas, sentimentales y medievales a la capital, arrojadas de la merindad por Isabel la Católica y doña Pilar Primo de Rivera, que llegaron una tarde en un camión de la maquila requisado por los falangistas.
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Comentario personal: Francisco Pérez Martínez, pero para siempre Francisco Umbral, ha muerto. Fue Miguel Delibes quien primero se fijó en él y le dio la oportunidad de introducirse en el periodismo y la literatura. Con una instrucción de un solo año de colegio y una voluntad y vocación a prueba de inconvenientes, Umbral ha llegado a ser una figura literaria internacionalmente reconocida. El fragmento que os dejo es del primer libro suyo que leí. Había ojeado algún otro y le conocía, mínimamente, por alguna entrevista en los medios. Este libro-novela-biografía-esperpento-histórico, me gustó muchísimo. Y otros, como "Mortal y Rosa" y "Travesía de Madrid". "Las Ninfas" con el que ganó un Premio Nadal, no recuerdo que año, aún está aquí, pendiente de lectura. Para Umbral, como para otros muchos escritores, hay que tener el ánimo dispuesto antes de adentrarte en sus páginas.
El autor: Mejor, que yo, un enlace que os lo cuenta.

26 agosto 2007

Jorge Luis Borges

Cómo nace un texto
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Empieza por una suerte de revelación. Pero uso esa palabra de un modo modesto, no ambicioso. Es decir, de pronto sé que va a ocurrir algo y eso que va a ocurrir puede ser, en el caso de un cuento, el principio y el fin. En el caso de un poema, no: es una idea más general, y a veces ha sido la primera línea. Es decir, algo me es dado, y luego ya intervengo yo, y quizá se echa todo a perder. En el caso de un cuento, por ejemplo, bueno, yo conozco el principio, el punto de partida, conozco el fin, conozco la meta. Pero luego tengo que descubrir, mediante mis muy limitados medios, qué sucede entre el principio y el fin. Y luego hay otros problemas a resolver; por ejemplo, si conviene que el hecho sea contado en primera persona o en tercera persona. Luego, hay que buscar la época; ahora, en cuanto a mí "eso es una solución personal mía", creo que para mí lo más cómodo viene a ser la última década del siglo XIX. Elijo "si se trata de un cuento porteño", lugares de las orillas, digamos, de Palermo, digamos de Barracas, de Turdera. Y la fecha, digamos 1899, el año de mi nacimiento, por ejemplo. Porque ¿quién puede saber, exactamente, cómo hablaban aquellos orilleros muertos?: nadie. Es decir, que yo puedo proceder con comodidad. En cambio, si un escritor elige un tema contemporáneo, entonces ya el lector se convierte en un inspector y resuelve: "No, en tal barrio no se habla así, la gente de tal clase no usaría tal o cual expresión."
El escritor prevé todo esto y se siente trabado. En cambio, yo elijo una época un poco lejana, un lugar un poco lejano; y eso me da libertad, y ya puedo fantasear o falsificar, incluso. Puedo mentir sin que nadie se dé cuenta, y sobre todo, sin que yo mismo me dé cuenta, ya que es necesario que el escritor que escribe una fábula "por fantástica que sea" crea, por el momento, en la realidad de la fábula.
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Comentario personal: Ni Borges ni Octavio Paz, y espero que nadie me lo tome en cuenta, están entre mis escritores favoritos. Y eso, a pesar de que tengo, de ambos, muchísima literatura. Creo que intentaba averigüar el por qué de esa no preferencia mía, pero lo he dejado por imposible. No sé el motivo de que no acaben de calarme el alma. Algún cuento, algún poema, sí lo hacen; pocos, en comparación con su ingente obra. Estos días, he leído en dos blogs distintos acerca de Borges y me acordé de que tenía esta fórmula magistral en alguna parte. Me sentí un tanto engañada cuando la leí. Me pareció, de pronto, que "deus ex machina" quedaba perfectamente legitimado. Y no me gustó mucho, no. En fin...

21 agosto 2007

Clarice Lispector

Fotografía de C. Lispector

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Felicidad clandestina
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Cuento. Texto completo
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Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio amarillento. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía eramos chatas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historietas le habría gustado tener: un padre dueño de una librería. No lo aprovechaba mucho. Y nosotras todavía menos: incluso para los cumpleaños, en vez de un librito barato por lo menos, nos entregaba una postal de la tienda del padre. Encima siempre era un paisaje de Recife, la ciudad donde vivíamos, con sus puentes más que vistos.
Detrás escribía con letra elaboradísima palabras como "fecha natalicio" y "recuerdos".
Pero qué talento tenía para la crueldad. Mientras haciendo barullo chupaba caramelos, toda ella era pura venganza. Cómo nos debía odiar esa niña a nosotras, que éramos imperdonablemente monas, altas, de cabello libre. Conmigo ejerció su sadismo con una serena ferocidad. En mi ansiedad por leer, yo no me daba cuenta de las humillaciones que me imponía: seguía pidiéndole prestados los libros que a ella no le interesaban.
Hasta que le llegó el día magno de empezar a infligirme una tortura china. Como al pasar, me informó que tenía El reinado de Naricita, de Monteiro Lobato.
Era un libro gordo, válgame Dios, era un libro para quedarse a vivir con él, para comer, para dormir con él. Y totalmente por encima de mis posibilidades. Me dijo que si al día siguiente pasaba por la casa de ella me lo prestaría.
Hasta el día siguiente, de alegría, yo estuve transformada en la misma esperanza: no vivía, flotaba lentamente en un mar suave, las olas me transportaban de un lado a otro.
Literalmente corriendo, al día siguiente fui a su casa. No vivía en un apartamento, como yo, sino en una casa. No me hizo pasar. Con la mirada fija en la mía, me dijo que le había prestado el libro a otra niña y que volviera a buscarlo al día siguiente. Boquiabierta, yo me fui despacio, pero al poco rato la esperanza había vuelto a apoderarse de mí por completo y ya caminaba por la calle a saltos, que era mi manera extraña de caminar por las calles de Recife. Esa vez no me caí: me guiaba la promesa del libro, llegaría el día siguiente, los siguientes serían después mi vida entera, me esperaba el amor por el mundo, y no me caí una sola vez.
Pero las cosas no fueron tan sencillas. El plan secreto de la hija del dueño de la librería era sereno y diábolico. Al día siguiente allí estaba yo en la puerta de su casa, con una sonrisa y el corazón palpitante. Todo para oír la tranquila respuesta: que el libro no se hallaba aún en su poder, que volviese al día siguiente. Poco me imaginaba yo que más tarde, en el curso de la vida, el drama del "día siguiente" iba a repetirse para mi corazón palpitante otras veces como aquélla.
Y así seguimos. ¿Cuánto tiempo? Yo iba a su casa todos los días, sin faltar ni uno. A veces ella decía: Pues el libro estuvo conmigo ayer por la tarde, pero como tú no has venido hasta esta mañana se lo presté a otra niña. Y yo, que era propensa a las ojeras, sentía cómo las ojeras se ahondaban bajo mis ojos sorprendidos.
Hasta que un día, cuando yo estaba en la puerta de la casa de ella oyendo silenciosa, humildemente, su negativa, apareció la madre. Debía de extrañarle la presencia muda y cotidiana de esa niña en la puerta de su casa. Nos pidió explicaciones a las dos. Hubo una confusión silenciosa, entrecortado de palabras poco aclaratorias. A la señora le resultaba cada vez más extraño el hecho de no entender. Hasta que, madre buena, entendió a fin. Se volvió hacia la hija y con enorme sorpresa exclamó: ¡Pero si ese libro no ha salido nunca de casa y tú ni siquiera querías leerlo!
Y lo peor para la mujer no era el descubrimiento de lo que pasaba. Debía de ser el horrorizado descubrimiento de la hija que tenía. Nos espiaba en silencio: la potencia de perversidad de su hija desconocida, la niña rubia de pie ante la puerta, exhausta, al viento de las calles de Recife. Fue entonces cuando, recobrándose al fin, firme y serena le ordenó a su hija: Vas a prestar ahora mismo ese libro. Y a mí: Y tú te quedas con el libro todo el tiempo que quieras.
¿Entendido? Eso era más valioso que si me hubiesen regalado el libro: "el tiempo que quieras" es todo lo que una persona, grande o pequeña, puede tener la osadía de querer.
¿Cómo contar lo que siguió? Yo estaba atontada y fue así como recibí el libro en la mano. Creo que no dije nada. Cogí el libro. No, no partí saltando como siempre. Me fui caminando muy despacio. Sé que sostenía el grueso libro con las dos manos, apretándolo contra el pecho. Poco importa también cuánto tardé en llegar a casa. Tenía el pecho caliente, el corazón pensativo.
Al llegar a casa no empecé a leer. Simulaba que no lo tenía, únicamente para sentir después el sobresalto de tenerlo. Horas más tarde lo abrí, leí unas líneas maravillosas, volví a cerrarlo, me fui a pasear por la casa, lo postergué más aún yendo a comer pan con mantequilla, fingí no saber dónde había guardado el libro, lo encontraba, lo abría por unos instantes. Creaba los obstáculos más falsos para esa cosa clandestina que era la felicidad. Para mí la felicidad siempre habría de ser clandestina. Era como si yo lo presintiera. ¡Cuánto me demoré! Vivía en el aire... había en mí orgullo y pudor. Yo era una reina delicada.
A veces me sentaba en la hamaca para balancearme con el libro abierto en el regazo, sin tocarlo, en un éxtasis purísimo.

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Comentario Personal: Creo que no se puede reflejar mejor el amor por la lectura, cuando éste es sentido por un niño. La fascinación, el retrasar el placer de abrir sus páginas, la espera angustiada por si lo conseguirás o no, el "sorberlo" a pequeños tragos, como un refresco que solo está a tu alcance en Navidad. No puedes parar de acariciar el libro deseado, de olerlo, de darle vueltas entre las manos. Es amor, pura y llanamente.
La autora: Clarice Lispector, nació en Ucrania en 1.920 y murió en 1.977. Es considerada brasileña, ya que llegó al Brasil a los dos años de edad y allí desarrolló toda su carrera literaria. La dejo, pues, en esa etiqueta. Sólo he conseguido leer dos libros suyos, "Silencio" y "La hora de la estrella". Leer, pero no tener en mi casa, lo que lamento y hace tiempo que intento subsanar sin éxito. Descatalogados y tal y tal...
No hace mucho, encontré este cuento en la red, y aquí os lo dejo para que perfume los Geranios del patio.

14 agosto 2007

Augusto Monterroso

Decálogo del escritor
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Primero-Cuando tengas algo que decir, dilo; cuando no, también. Escribe siempre.
Segundo-No escribas nunca para tus contemporáneos, ni mucho menos, como hacen tantos, para tus antepasados. Hazlo para la posteridad, en la cual sin duda serás famoso, pues es bien sabido que la posteridad siempre hace justicia.
Tercero-En ninguna circunstancia olvides el célebre díctum: "En literatura no hay nada escrito".
Cuarto-Lo que puedas decir con cien palabras dilo con cien palabras; lo que con una, con una. No emplees nunca el término medio; así, jamás escribas nada con cincuenta palabras.
Quinto-Aunque no lo parezca, escribir es un arte; ser escritor es ser un artista, como el artista del trapecio, o el luchador por antonomasia, que es el que lucha con el lenguaje; para esta lucha ejercítate de día y de noche.
Sexto-Aprovecha todas las desventajas, como el insomnio, la prisión, o la pobreza; el primero hizo a Baudelaire, la segunda a Pellico y la tercera a todos tus amigos escritores; evita pues, dormir como Homero, la vida tranquila de un Byron, o ganar tanto como Bloy.
Séptimo-No persigas el éxito. El éxito acabó con Cervantes, tan buen novelista hasta el Quijote. Aunque el éxito es siempre inevitable, procúrate un buen fracaso de vez en cuando para que tus amigos se entristezcan.
Octavo-Fórmate un público inteligente, que se consigue más entre los ricos y los poderosos. De esta manera no te faltarán ni la comprensión ni el estímulo, que emana de estas dos únicas fuentes.
Noveno-Cree en ti, pero no tanto; duda de ti, pero no tanto. Cuando sientas duda, cree; cuando creas, duda. En esto estriba la única verdadera sabiduría que puede acompañar a un escritor.
Décimo-Trata de decir las cosas de manera que el lector sienta siempre que en el fondo es tanto o más inteligente que tú. De vez en cuando procura que efectivamente lo sea; pero para lograr eso tendrás que ser más inteligente que él.
Undécimo-No olvides los sentimientos de los lectores. Por lo general es lo mejor que tienen; no como tú, que careces de ellos, pues de otro modo no intentarías meterte en este oficio.
Duodécimo-Otra vez el lector. Entre mejor escribas más lectores tendrás; mientras les des obras cada vez más refinadas, un número cada vez mayor apetecerá tus creaciones; si escribes cosas para el montón nunca serás popular y nadie tratará de tocarte el saco en la calle, ni te señalará con el dedo en el supermercado.
.
El autor da la opción al escritor de descartar dos de estos enunciados, y quedarse con los restantes diez.
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Comentario personal: Nunca me canso de Monterroso. Tiene esa cualidad risueña y contagiosa que te hace ver la vida de otro modo. Y no sólo porque trastoque el orden lógico, sino por la inteligencia con que lo hace. No hace falta decir más, porque creo que en este patio, todos estamos enamorados de Don Augusto.

12 agosto 2007

Juan Van Halen

La Isla del Tesoro
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*
El tedio, oscura sierpe,
ciego cuervo que irrumpe voraz sobre la tarde.
Leo viejas historias
que enmarañan mis sueños hasta hacerlos inútiles,
mientras que la pereza mineral se hace poso
en unas horas -humo- que presentí feroces.
.
La irresistible laña de tu ausencia me quiebra,
cuando siento la púrpura de tus besos lejanos,
si es que todo no es falsa ligereza o espejo,
agua vertida sobre manantiales de arena.
En una isla recóndita cuyo nombre me hurtas
sé que me esperas y ando descifrando los mapas,
ayudado por Jim Hawkins, John Silver y los otros,
en la vieja posada del Almirante Benbow.
*
No habrá mares ni abismos, miedos ni desencantos
para mi voluntad de querer encontrarte.
Ni la propia certeza de no tenerte haría
desarbolar las naves que el corazón alienta.
.
Todo es sombra de pronto: el sextante y mi alma.
La vencida inocencia de las viejas historias
me golpea las sienes como un mal pensamiento.
La sierpe retadora se esfuma, el cuervo se alza;
he abierto la ventana y me has mirado.
.
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Comentario personal: No puedo evitar que, al leer el último verso de éste poema, me asalten las ganas de completarlo con el "¡hoy creo en Dios!" de Gustavo A. Bécquer. No lo sé, pero me parece que algo así, lo que sugiere ese verso, tiene que saberlo el escritor. Y te remite a él, para que lo concluyas, de la misma forma que te lleva a buscar, entre el tedio de la espera en la posada, el momento en que el mapa, mil veces consultado, te revelará el secreto en un relámpago de iluminación. Será un cofre repleto de doblones oro o será la mirada del amor. Una suerte de metaescritura que me obliga a seguir haciéndome aquella pregunta: ¿cuánto hay que leer, para leer? :)
El autor: Nació en Torrelodones (Madrid), en 1944. Periodista, corresponsal de guerra en Vietnam y O. Medio, director de programas de radio y televisión, Académico de Honor en varios paises e instituciones, presidente de la Asociación de Escritores y Artistas de España, senador por el Partido Popular y muchas otras cosas, conforman una intensa vida que, además le ha dejado tiempo para escribir una veintena de libros de poemas, entre los que figura "Lo que yo llamaba olvido", de donde he entresacado éste que os dejo aquí.
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Y aquí podéis leerlo con música e imágenes.

08 agosto 2007

Irène Némirovsky

Suite Francesa

1. La guerra
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(Fragmento)


Caliente, pensaban los parisinos. El aire de primavera. Era la noche en guerra, la alerta. Pero la noche pasaría, la guerra estaba lejos. Los que no dormían, los enfermos encogidos en sus camas, las madres con hijos en el frente, las enamoradas con ojos ajados por las lágrimas, oían el primer jadeo de la sirena. Aún no era más que una honda exhalación, similar al suspiro que sale de un pecho oprimido. En unos instantes, todo el cielo se llenaría de clamores. Llegaban de muy lejos, de los confines del horizonte, sin prisa, se diría. Los que dormían soñaban con el mar que empuja ante sí sus olas y guijarros, con la tormenta que sacude el bosque en marzo, con un rebaño de bueyes que corre pesadamente haciendo temblar la tierra, hasta que al fin el sueño cedía y, abriendo apenas los ojos, murmuraban: «¿Es la alarma?»
Más nerviosas, más vivaces, las mujeres ya estaban en pie. Algunas, tras cerrar ventanas y postigos, volvían a acostarse. El día anterior, lunes 3 de junio, por primera vez desde el comienzo de la guerra habían caído bombas sobre París. Sin embargo, la gente seguía tranquila. Las noticias eran malas, pero no se las creían. Tampoco se habrían creído el anuncio de una victoria. «No entendemos nada», decían. Las madres vestían a los niños a la luz de una linterna, alzando en vilo los pesados y tibios cuerpecillos: «Ven, no tengas miedo, no llores.» Es la alerta. Se apagaban todas las lámparas, pero bajo aquel dorado y transparente cielo de junio se distinguían todas las calles, todas las casas. En cuanto al Sena, parecía concentrar todos los resplandores dispersos y reflejarlos centuplicados, como un espejo de muchas facetas. Las ventanas mal camufladas, los tejados que brillaban en la ligera penumbra, los herrajes de las puertas cuyas aristas relucían débilmente, algunos semáforos que, no se sabía por qué, tardaban más en apagarse... El Sena los captaba y los hacía cabrillear en sus aguas. Desde lo alto debía de parecer un río de leche. Guiaba a los aviones enemigos, opinaban algunos. Otros aseguraban que eso era imposible. En realidad no se sabía nada. «Yo me quedo en la cama -murmuraban voces somnolientas-, no tengo miedo.» «De todas maneras, basta con que nos toque una vez», respondía la gente sensata.
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Comentario personal: Leyendo un blog, me enteré de la existencia de Nemirovsky. Había un comentario acerca de su novela "El Baile". Era escueto, pero me interesó el tema y fui a comprarlo. Se quedó en la estantería esperando y no hace mucho, le tocó el turno. Mientras lo leía, lo comenté en Liters, y Escriptorum, dijo: "Lee la Suite Francesa". Y aquí estamos, con la "Suite.." leída y agradecida por el consejo. Si siempre es importante conocer la peripecia vital de un autor para entender aquello sobre lo que escribe, en éste caso, es imprescindible. Como es imprescindible leer el prólogo de Myriam Anissmov a éste impresionante libro.
Por eso os dejo dos cosillas aquí: el enlace a Wikipedia para la cronología y algunas notas, y la novela entera, en Word, para aquellos que no la tengáis a mano. Y ya hablaremos.
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06 agosto 2007

Robert L. Stevenson

Parte Primera: EL VIEJO PIRATA
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Cap. 1. Y el viejo marino llegó a la posada del «Almirante Benbow»
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Lo recuerdo como si fuera ayer, meciéndose como un navío llegó a la puerta de la posada, y tras él arrastraba, en una especie de angarillas, su cofre marino; era un viejo recio, macizo, alto, con el color de bronce viejo que los océanos dejan en la piel; su coleta embreada le caía sobre los hombros de una casaca que había sido azul; tenía las manos agrietadas y llenas de cicatrices, con uñas negras y rotas; y el sablazo que cruzaba su mejilla era como un cos­turón de siniestra blancura. Lo veo otra vez, mirando la ensenada y masticando un silbido; de pronto empezó a cantar aquella anti­gua canción marinera que después tan a menudo le escucharía:

«Quince hombres en el cofre del muerto...
¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Y una botella de ron!»

con aquella voz cascada, que parecía afinada en las barras del ca­brestante. Golpeó en la puerta con un palo, una especie de astil de bichero en que se apoyaba y, cuando acudió mi padre, en un tono sin contemplaciones le pidió que le sirviera un vaso de ron. Cuando se lo trajeron, lo bebió despacio, como hacen los catadores, chas­cando la lengua, y sin dejar de mirar a su alrededor, hacia los acantilados, y fijándose en la muestra que se balanceaba sobre la puerta de nuestra posada.
-Es una buena rada -dijo entonces-, y una taberna muy bien situada. ¿Viene mucha gente por aquí, eh, compañero? Mi padre le respondió que no; pocos clientes, por desgracia. -Bueno; pues entonces aquí me acomodaré. ¡Eh, tú, compa­dre! -le gritó al hombre que arrastraba las angarillas-. Atraca aquí y echa una mano para subir el cofre. Voy a hospedarme unos días -continuó -. Soy hombre llano; ron, tocino y huevos es todo lo que quiero, y aquella roca de allá arriba, para ver pasar los barcos. ¿Que cuál es mi nombre? Llamadme capitán. Y, ¡ah!, se me olvidaba, perdona, camarada... -y arrojó tres o cuatro mone­das de oro sobre el umbral-. Ya me avisaréis cuando me haya comido ese dinero -dijo con la misma voz con que podía man­dar un barco.
Y en verdad, a pesar de su ropa deslucida y sus expresiones indignas, no tenía el aire de un simple marinero, sino la de un pilo­to o un patrón, acostumbrado a ser obedecido o a castigar. El hombre que había portado las angarillas nos dijo que aquella mañana lo vieron apearse de la diligencia delante del «Royal Geor­ge» y que allí se había informado de las hosterías abiertas a lo largo de la costa, y supongo que le dieron buenas referencias de la nuestra, sobre todo lo solitario de su emplazamiento, y por eso la había preferido para instalarse. Fue lo que supimos de él.
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Comentario personal: Lectura veraniega para niños y mayores que aún conservan el gusto por la aventura, siquiera sea en los libros. Yo leía los libros y mis hermanos jugaban a los piratas. Y a los mosqueteros y a los del séptimo de caballería, con total propiedad. Cada personaje que representaban tenía el nombre exacto que estaba en el libro de que se tratara. Y se disfrazaban la mar de bien.
Lecturas que traspasan el tiempo, y que sólo pueden tildarse de infantiles, cuando se editan en versiones reducidas, cosa que pasa con frecuencia. No debería ser así. Habría que sentarse a leer con los niños y explicarles las palabras que entrañan alguna dificultad. En ésta novela en concreto, los términos marinos y los propios de la navegación. O eso creo yo.
El autor: Robert Louis Stevenson nació en Edimburgo en 1850 y murió en Samoa en 1894. Su precaria salud, no le impidió hacer una gran cantidad de viajes y escribir de forma incansable. Sus novelas de aventuras son un hito en la literatura y se siguen reeditando con regularidad. Varias de ellas han sido también llevadas a la pantalla en sucesivos remakes. Algunas de las más conocidas: El Diablo en la Botella, El Dr. Jekyll y Mr. Hide, El Conde de Ballantree, La Flecha Negra y La Isla del tesoro.
También escribió poemas y ensayos.

04 agosto 2007

Salomón

El Cantar de los Cantares
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La esposa y las hijas de Jerusalén
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1:1) Cantar de los cantares, el cual es de Salomón.

1:2) ¡Oh, si él me besara con besos de su boca! Porque mejores son tus amores que el vino.
1:3) A más del olor de tus suaves ungüentos, tu nombre es como ungüento derramado; por eso las doncellas te aman.
1:4) Atráeme; en pos de ti correremos. El rey me ha metido en sus cámaras; nos gozaremos y alegraremos en ti; nos acordaremos de tus amores más que del vino; con razón te aman.
1:5) Morena soy, oh hijas de Jerusalén, pero codiciable como las tiendas de Cedar, como las cortinas de Salomón.
1:6) No reparéis en que soy morena, porque el sol me miró. Los hijos de mi madre se airaron contra mí; me pusieron a guardar las viñas; y mi viña, que era mía, no guardé.
1:7) Hazme saber, oh tú a quien ama mi alma, dónde apacientas, dónde sesteas al mediodía. Pues ¿por qué había de estar yo como errante junto a los rebaños de tus compañeros?
1:8) Si tú no lo sabes, oh hermosa entre las mujeres, ve, sigue las huellas del rebaño, y apacienta tus cabritas junto a las cabañas de los pastores

La esposa y el esposo

1:9) A yegua de los carros de Faraón te he comparado, amiga mía.
1:10) Hermosas son tus mejillas entre los pendientes, tu cuello entre los collares es para mí, mi amado.
1:15) He aquí que tú eres hermosa, amiga mía; he aquí eres bella; tus ojos son como palomas.
1:16) He aquí que tú eres hermoso, amado mío, y dulce; nuestro lecho es de flores.
1:17) Las vigas de nuestra casa son de cedro, y de ciprés los artesonados. Es para mí, mi amado.
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Comentario personal: "Oh, tú, a quien ama mi alma" . Toda la lírica posible está en este Cantar de los Cantares que, si corresponde su autoría al rey Salomón, habría que ubicarlo hacia el año 1.025 adC. aproximadamente. Podéis leerlo completo en la Biblia católica donde figura después del Eclesiastés. Es corto y apasionado y relata un amor, una separación y una anhelante búsqueda del amado, ahora lejos.