19 octubre 2009

Primo Levi

Si esto es un hombre
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Octubre 1944 (fragmentos del capítulo)
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Porque esta campana suena siempre al alba, y entonces es la diana, pero cuando suena a media jornada quiere decir Blocksperre, encierro en la barraca, y esto sucede cuando hay selección, para que nadie se sustraiga a ella, y cuando los seleccionados salgan hacia el gas, para que nadie los vea partir.
[...] Aquí, delante de las dos puertas, está el árbitro de nuestro destino, que es un suboficial de las SS. Tiene a la derecha al Blockältester, y a la izquierda al furriel de la barraca. Cada uno de nosotros, saliendo desnudos del Tagesraum al frío aire de octubre, debe dar corriendo los pocos pasos que hay entre las puertas delante de los tres, entregar la ficha al SS y entrar por la puerta del dormitorio. El SS, entre las dos pasadas sucesivas, decide la suerte de cada uno y entrega la ficha al hombre que está a su derecha o al que está a su izquierda, y esto es la vida o la muerte de cada uno de nosotros.
[...] Antes de que la selección haya terminado, todos saben ya que la izquierda ha sido efectivamente la "schalechte Seite", el lado infausto. Hay, naturalmente, irregularidades: René, por ejemplo, tan joven y robusto, ha terminado en la izquierda: quizás porque tiene gafas, quizás porque anda un poco encorvado como los miopes, pero más probablemente por un simple descuido.
[...] En nuestra barraca, la selección ha terminado, pero continúa en las otras, por lo que ahora estamos en clausura. Pero puesto que han llegado los bidones de potaje, el Blockältester decide proceder sin más a su distribución. A los seleccionados se les distribuirá una ración doble. No he sabido nunca si ésta sería una iniciativa absurdamente compasiva del Blockältester o una explícita disposición de los SS, pero de hecho, en el intervalo de dos o tres días (también a veces mucho más largo) entre la selección y la partida, las víctimas de Monowitz-Auschwitz disfrutan de este privilegio.
Ziegler presenta la escudilla, recibe la ración normal y se queda esperando. "¿Qué más quieres?" le pregunta el Blockältester : no le parece que a Ziegler le toque suplemento, lo aparta de un empujón, pero Ziegler vuelve e insiste humildemente; me han puesto de verdad a la izquierda, todos lo han visto, que vaya el Blockältester a consultar las fichas: tiene derecho a ración doble. Cuando la ha conseguido, se va tan tranquilo a la litera y empieza a comérsela.
Ahora todos están raspando atentamente con la cuchara el fondo de la escudilla para sacar las últimas pizcas de potaje, y se forma un trasteo sonoro que quiere decir que la jornada ha terminado. Poco a poco, prevalece el silencio y entonces, desde mi litera que está en el tercer piso, se ve y se oye que el viejo Kuhn reza, en voz alta, con la gorra en la cabeza y oscilando el busto con violencia. Kuhn da gracias a Dios porque no ha sido elegido.
Kuhn es un insensato. ¿No ve en la litera de al lado a Beppo, el griego que tiene veinte años y pasado mañana irá al gas, y lo sabe, y está acostado y mira fijamente a la bombilla sin decir nada y sin pensar en nada? ¿No sabe Kuhn que la próxima vez será la suya? ¿No comprende Kuhn que hoy ha sucedido una abominación, que ninguna oración propiciatoria, ningún perdón, ninguna expiación de los culpables, nada, en fin, que esté en poder del hombre hacer, podrá remediar ya nunca?
Si yo fuese Dios, escupiría al suelo la oración de Kuhn.
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Comentario: Sé que aún me queda mucho por leer sobre la llamada literatura del holocausto. He leído libros estremecedores sobre el tema, pero la trilogía que compuso Primo Levi, relatando su propia experiencia, me ha impactado como ningún otro libro lo había hecho. Levi, cuenta, como en una crónica, la vida en el campo de concentración sin centrarse en su persona y sin apabullarnos con el sufrimiento. Son pequeñas partes de un todo horroroso, que aún sobrecoge más, porque, por momentos, puedes pensar que estás leyendo una novela, y de repente, el dato terrible, sin aspavientos, te lleva a una realidad que no por no haberla vivido, encuentras más soportable. Lo absurdo de la vida que se llevaba, la degradación de las personas más enteras, queda reflejada en la parte final de este fragmento, y también la inagotable esperanza de conservar la vida, más allá de cualquier otra finalidad ni consideración. Y sin embargo, Primo Levi se suicidó, más de 40 años después de haber sobrevivido al horror, al frío, al hambre, y a las cámaras de gas.
Más sobre su vida y obra: http://es.wikipedia.org/wiki/Primo_Levi
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21 agosto 2009

William Maxwell

Vinieron como golondrinas
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Cap. 2, páginas 14 y 15
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-¿Qué estás haciendo? ¿Paños de cocina?
Bunny se fijó en que cuando su madre decía que no moviendo la cabeza, hacía un gesto muy curioso. Era como si estuviera quitándose de encima una idea que la molestara.
-Pues es verdad que parecen paños de cocina - contestó ella.
El interés que Bunny ponía en los asuntos de su madre era casi continuo. [...] Cuando su madre iba a Peoria de compras, le gustaba acompañarla para poder opinar sobre la ropa, aunque tuviera que pasar mucho tiempo fuera del probador. Pero tampoco estaban siempre de acuerdo. Lo del papel del comedor, por ejemplo. A Bunny le gustaba mucho el que había, sobre todo el borde, que era una colina con un castillo encima, el mismo repetido en cada metro de pared, y los tres mismos hidalgos vestidos de armadura que subían a caballo a cada uno de los castillos. Sin embargo, su madre lo había cambiado por un papel sin dibujo que no le daba nada en que pensar y que, en su opinión, habría quedado mucho mejor en la cocina, donde no importaría tanto.
Bunny esperó impacientemente mientras ella mordía el hilo y medía una hebra nueva, recién sacada del carrete.
-Pañales.
La palabra le despertó un leve torbellino de emoción por dentro. En actitud pensativa, fue y se sentó junto a su madre en el banco de la ventana. Desde allí veía el jardín que había entre su casa y la de los vecinos y la verja y el jardín de los Koenig, y un lado de la casa blanca de los Koenig. Los vecinos eran alemanes, aunque de eso no tenían la culpa, y su hija pequeña se llamaba Anna. En enero, Anna iba a cumplir un año. El señor Koenig se levantaba muy pronto por la mañana, para ayudar a hacer la colada antes de irse a trabajar. La lavadora hacía bom-bom, bom-bom, a las cinco de la mañana. A la hora del desayuno había una ristra de banderas blancas mecidas por el viento del otoño. No eran banderas, claro está: eran pañales, y eso era lo importante del asunto. Nadie se ponía a hacer pañales a no ser que fuera a nacer un niño.
[...] A Bunny le gustaba que su madre se agachara y le rozara suavemente la parte de arriba de la cabeza con la mejilla. Pero hubiera preferido que fuera en otro momento. Ahora le desconcertaba.
[...] -Verás... - dijo su madre mientras desplegaba una tela blanca, la doblaba y la ponía en el mismo montón que las otras - Lo que necesitamos es otra persona en la familia. Por lo menos una persona más.
-Yo creo que nos van muy bien las cosas tal y como están.
- Puede que sí, pero ese cuarto en el que tú duermes está claro que es demasiado...
La mano de ella se abrió y se quedó quieta.
[...]
-Lo que yo tenía pensado era un hermano pequeño, o una hermana. Eso daría igual, ¿verdad?. Así no armarás tanto barullo como cuando estás solo.
-No, supongo que no. ¿Pero eso quiere decir que...?
Su madre no se conformaba con tenerle a él, quería una niña pequeña.
Cuando ella se levantó y fue hacia la cocina, Bunny no la siguió. En vez de eso se quedó absolutamente quieto, viendo cómo se encogían las hojas amarillas; viendo cómo se balanceaba la araña desde el techo.

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Comentario: Bunny, de 8 años, Robert de 13 y el padre de ambos, James, no saben que están a punto de perder a Elizabeth, su madre y esposa, a quien alcanzará la "gripe española" en el mismo hospital en que nace su tercer hijo. Es entonces cuando se hace más vívida su presencia y lo que significaba en la vida de todos ellos. El libro está contado desde los puntos de vista de los tres hombres de la familia, desde su edad y perspectiva, pero no como una semblanza individual, sino en función de la relación entre cada uno de ellos y la mujer a la que los tres adoran, cada uno a su manera. De una forma sutil, ella está en cada paso que da toda su familia, presente en la actitud de todos. Sin grandes efectos dramáticos, a pesar del dramatismo de algunas circunstancias, la novela tiene una dimensión humana extraordinaria. De esas que te hacen volver a leerla para percibir cabalmente lo que significa, para los protagonistas, la pérdida de su madre y esposa.
William Maxwell, cuenta aquí, de alguna manera, la muerte de su madre, que también murió de gripe española cuando él contaba 10 años, durante la epidemia que llegó a Estados Unidos durante la I Guerra Mundial.
Maxwell, recién recuperado para los lectores en español (la edición que manejo es de 2006 y la anterior a ésta, es de 1964) merece una mayor atención, pero como tantas otras veces, no la recibe.
Enlace a este gran autor y editor entregado a autores mucho más considerados y que, sin embargo, se lo deben casi todo a él.
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20 julio 2009

Frank McCourt

El Profesor
1
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Ya llegan.

Y yo no estoy preparado.

¿Cómo iba a estarlo?

Soy un profesor nuevo, y estoy aprendiendo con la práctica.
El primer día de mi carrera profesional como enseñante estuvieron a punto de despedirme por haberme comido el bocadillo de un chico de secundaria. El segundo día estuvieron a punto de despedirme por haber mencionado la posibilidad de mantener relaciones amistosas con una oveja. Aparte de esto, en los cerca de treinta años que pasé en las aulas de secundaria de Nueva York no pasó nada extraordinario. Yo dudaba a menudo de si debía estar allí siquiera.
Al final me preguntaba cómo había aguantado tanto.
Estamos en marzo de 1958. Estoy sentado tras mi mesa en un aula vacía del Instituto de Formación Profesional y Técnico McKee, en el distrito de Staten Island, de la ciudad de Nuevo York. Jugueteo con los instrumentos de mi nuevo oficio: cinco carpetas de papel fuerte, una para cada clase; un manojo de anillas de goma que se deshacen; un bloc de papel marrón, fabricado en tiempo de guerra y salpicado de motas de los ingredientes con que lo hicieron; un borrador de pizarra desgastado; un taco de fichas blancas que introduciré, por filas, en las ranuras de este archivador rojo descabalado pra que me ayuden a recordar los nombres de ciento sesenta y tantos chicos y chicas que se sentarán en filas todos los días, en cinco clases diferentes. En las fichas anotaré sus faltas de asistencia y sus retrasos, y haré pequeñas marcas cuando los chicos y las chicas hagan cosas malas. Me dicen que debo tener un bolígrafo rojo para las cosas malas, pero el centro no me ha proporcionado ninguno, y ahora tengo que pedir uno con un impreso o comprarlo en una tienda, porque le bolígrafo rojo para anotar las cosas malas es el arma más poderosa del profesor.
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Comentario: Frank McCourt ha muerto y he sentido una gran pena. A través de sus tres novelas, todas ellas autobiográficas, he llegado a sentir por este autor un profundo cariño. McCourt, pasó toda su vida adulta enseñando y, según su propias palabras, ese trabajo no le dejaba tiempo para frivolidades tales como escribir novelas. Sólo a los 66 años, ya jubilado, publicó la primera de ellas, "Las cenizas de Ángela" que le valió el Premio Pulitzer , la traducción inmediata a más de 30 idiomas, una película basada en la novela y una fama que nunca sospechó alcanzar. "Ángela y el Niño Jesús" es la última de sus obras y la única que, según creo, no es estrictamente autobiográfica, aunque estoy segura de que se habrá dejado en ella los mismos sentimientos que con tanta ternura nos mostró en las anteriores, a pesar de la dureza de los acontecimientos que en ellas relata y que no son, precisamente, lechos de rosas.
Os dejo un enlace para acercaros un poco más, aunque la única forma de entender completamente al hombre y su obra, es leerle, empezando por el principio: "Las cenizas de Ángela".
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11 junio 2009

Günter Grass

El Tambor de Hojalata
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Las cuatro faldas
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Pues sí: soy huésped de un sanatorio. Mi enfermero me observa, casi no me quita la vista de encima; porque en la puerta hay una mirilla; y el ojo de mi enfermero es de ese color castaño que no puede penetrar en mí, de ojos azules.
Por eso mi enfermero no puede ser mi enemigo. Le he cobrado afecto; cuando entra en mi cuarto, le cuento al mirón de detrás de la puerta anécdotas de mi vida, para que a pesar de la mirilla me vaya conociendo. El buen hombre parece apreciar mis relatos, pues apenas acabo de soltarle algún embuste, él, para darse a su vez a conocer, me muestra su última creación de cordel anudado. Que sea o no un artista, eso es aparte. Pero pienso que una exposición de sus obras encontraría buena acogida en la prensa, y hasta le atraería algún comprador. Anuda los cordeles que recoge y desenreda después de las horas de visita en los cuartos de sus pacientes; hace con ellos unas figuras horripilantes y cartilaginosas, las sumerge luego en yeso, deja que se solifiquen y las atraviesa con agujas de tejer que clava a unas peanas de madera.
Con frecuencia le tienta la idea de colorear sus obras. Pero yo trato de disuadirlo: le muestro mi cama metálica esmaltada y lo invito a imaginársela pintarrajeada en varios colores. Horrorizado, se lleva sus manos de enfermero a la cabeza, trata de imprimir a su rostro algo rígido la expresión de todos los pavores reunidos, y abandona sus proyectos colorísticos.
Mi cama metálica esmaltada sirve así de término de comparación. Y para mí es todavía más: mi cama es la meta finalmente alcanzada, es mi consuelo, y hasta podría ser mi credo si la dirección del establecimiento consintiera en hacerle algunos cambios: quisiera que le subieran un poco más la barandilla, para evitar definitivamente que nadie se me acerque demasiado.
Una vez por semana, el día de visita viene a interrumpir el silencio que tejo entre los barrotes de metal blanco. Vienen entonces los que se empeñan en salvarme, los que encuentran divertido quererme, los que en mí quisieran apreciarse, restarse y conocerse a sí mismos. Tan ciegos, nerviosos y mal educados que son. Con sus tijeras de uñas raspan los barrotes esmaltados en blanco de mi cama, con sus bolígrafos o con sus lapiceros azules garrapatean en el esmalte unos indecentes monigotes alargados. Cada vez que con su ¡hola! atronador irrumpe en el cuarto, mi abogado planta invariablemente su sombrero de nylon en el poste izquierdo de mi cama. Mientras dura su visita -y los abogados tienen siempre mucho que contar - este acto de violencia me priva de mi equilibrio y mi serenidad.
Luego de haber depositado sus regalos sobre la mesita de noche tapizada de tela blanca encerada, debajo de la acuarela de las anémonas, luego de haber logrado exponerme en detalle sus proyectos de salvación, presentes y futuros, y de haberme convencido a mí, al que infatigablemente se empeñan en salvar, del elevado nivel de su amor al prójimo, mis visitantes acaban por contentarse con su propia existencia y se van. Entonces entra mi enfermero para airear el cuarto y recoger los cordeles con que venían atados los paquetes. A menudo, después de ventilar, aún halla la manera, sentado junto a mi cama y desenredando cordeles, de quedarse y derramar un silencio tan prolongado, que acabo por confundir a Bruno con el silencio y al silencio con Bruno.
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Comentario: Las novelas de Grass, no pueden resumirse. O yo no puedo resumirlas. Quedarían fuera demasiadas cosas tan importantes como esa descripción del enfermero Bruno. Lo mejor es leerla y disfrutarla. No se puede decir que sea de fácil lectura, pero si se lee, no se olvida. Y si no se puede leer, tal vez podamos ver la película que nos dará una idea aproximada de la complejidad y la intensidad del argumento. La novela tiene, aproximadamente, 650 páginas y no hay que perderse ni una palabra :)
El autor: Lo último que he leído suyo "El gato y el ratón" , donde también están presentes algunos de los elementos de esta novela, siquiera sea de forma esquemática. Más sobre este magnífico escritor, galardonado con el Nobel en 1999.
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01 junio 2009

Natalia Ginzburg

Léxico familiar
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Cuando yo era pequeña y vivía en casa de mis padres, si mis hermanos o yo volcábamos un vaso encima del mantel o se nos caía un cuchillo, mi padre tronaba: "¡No hagáis groserías!"
Si mojábamos el pan en la salsa, gritaba: "¡No rebañéis los platos! ¡No hagáis mejunjes!"
Los cuadros modernos también eran, según mi padre, cochinadas y mejunjes; no los podía soportar.
Y decía: "Si fueráis a una tablehôte de Inglaterra, os echarían enseguida por hacer cochinadas"
Tenía en gran estima a Inglaterra. Consideraba que era el mayor ejemplo de civilización del mundo.
Durante las comidas solía hablar de las personas que había visto ese día; era muy severo en sus juicios y todo el mundo le parecía estúpido. Para él, un estúpido era "un simple". "Me ha parecido un grandísimo simple", decía de alguien a quien acababa de conocer. Además de los "simples", estaban los "palurdos". Para mi padre los "palurdos" eran las personas que se comportaban ruda y tímidamente, las que se vestían de forma inapropiada, las que no sabían montañismo y las que no sabían idiomas.
Llamaba "palurdez" a cada acto o gesto nuestro que juzgaba fuera de tono. "¡No seáis palurdos! ¡No hagáis palurdeces!", nos gritaba continuamente. La gama de las palurdeces era muy amplia. Llamaba "palurdez" a ir con zapatos de ciudad a las excursiones al monte, a entablar conversación en el tren o por la calle, con un compañero de viaje o con un transeúnte, a hablar con los vecinos desde la ventana, a quitarse los zapatos en el salón y calentarse los pies en el radiador, a quejarse de sed, de cansancio o rozaduras en los pies durante las excursiones y a llevar a ellas comidas grasientas y servilletas para limpiarse los dedos.
A las excursiones sólo se podía llevar un determinado tipo de alimentos: queso, mermelada, peras y huevos duros, y sólo se podía tomar el té que él mismo preparaba en el hornillo de gas. Inclinaba sobre éste su cabeza absorta con el pelo rojo cortado a cepillo y protegía la llama del viento con su chaqueta de lana color hollín, chamuscada y pelada por la zona de los bolsillos; todas las vacaciones llevaba la misma.
No permitía que nos lleváramos coñac ni terrones de azúcar a las excursiones, porque decía que eran "cosas de palurdos", y no nos podíamos parar a merendar en los chiringuitos porque era una palurdez. También era una palurdez ponerse un pañuelo o un sombrero de paja para que no nos diera el sol en la cabeza, cubrirnos con impermeables con capucha cuando llovía y anudarnos bufandas al cuello. Todas estas protecciones eran muy importantes para mi madre, y todas las mañanas, antes de salir de excursión, las metía en la mochila, pero mi padre, nada más verlas, las volvía a sacar encolerizado.
Nosotros con nuestros zapatos de clavos duros y pesados como el plomo, medias de lana, pasamontañas, gafas para el hielo sobre la frente, y el sol cayendo a plomo sobre nuestras sudorosas cabezas, mirábamos con envidia a los "palurdos", que subían, ligeros, en zapatillas de tenis, o se sentaban a tomar nata en los chiringuitos.
[...]
Mi hermano Gino era su predilecto, pues le daba gusto en todo: le interesaba la historia natural, coleccionaba insectos, cristales y minerales, y además, era muy estudioso. Después se matriculó en ingeniería, y cuando volvía a casa después de algún examen diciendo que había sacado un diez, mi padre le preguntaba: "¿Cómo es que has sacado un diez? ¿Cómo no has sacado diez y matrícula de honor?".
Y si había sacado diez y matrícula de honor, mi padre decía:
"¡Bah!, era un examen muy fácil"
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Nota de la autora: "Todos los lugares, hechos y personas que aparecen en este libro son reales. [...]Hasta los nombres son reales. Al escribir, sentía tan profunda intolerancia por cualquier invención, que no he podido cambiar los nombres verdaderos. Me han parecido inseparables de las personas que los llevan. [...] Sólo he escrito lo que recordaba. Por eso, quien intente leerlo como si fuera una crónica, encontrará grandes lagunas. Y es que este libro, aunque haya sido extraído de la realidad debe leerse como una novela, es decir, sin pedir más, ni menos tampoco, de lo que una novela puede ofrecer. También he omitido muchas de las cosas que recordaba, sobre todo de las que me atañían directamente. Esta no es mi historia, sino (incluso con vacíos y lagunas) la de mi familia [...] Los libros que se basan en la realidad con frecuencia son sólo pequeños atisbos y fragmentos de cuanto vivimos y oímos."
Comentario: Al final del volumen hay un glosario sobre los acontecimientos, situaciones y nombres propios que la autora utiliza a lo largo del libro. En él podemos reconocer a muchas personas que fueron notables, a lo largo de los años en que transcurre la acción y después de ella, en la intelectualidad y política italianas, con especial incidencia en el periodo fascista. No es, en absoluto, una novela sentimental. La autora toma una larga distancia de los acontecimientos que relata, pero no por ello pierde fuerza, al contrario. Y provoca una cierta ternura en el lector, que puede verse retratado en ese léxico y maneras de hacer las cosas de su propia familia y entorno. Al menos, a mí me ha pasado.
La autora: No muy conocida aquí, es una escritora de renombre, tanto de novelas cómo de obras teatrales. Aquí la tenéis:

07 mayo 2009

Arturo Pérez-Reverte

Cabo Trafalgar
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1. La balandra Incertain
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El teniente de navío Louis Quelennec, de la Marina Imperial francesa, está a punto de figurar en los libros de Historia y en este relato, pero no lo sabe. De lo contrario, sus primeras palabras al amanecer el 29 de vendimiario del año XIV, o sea, el 21 de octubre de 1805, habrían sido otras.
-Hijos de la gran puta.
La cubierta mojada de la Incertain se balancea bajo sus pies en la marejadilla, unas treinta millas al sudoeste de Cádiz. Poco más o menos. Comparada con la que va a caer de aquí a nada, la Incertain es una piltrafa náutica: una balandra de dieciséis cañones. Los ingleses la llaman cúter: cortador. Pero ya se sabe que los ingleses siempre fueron en exceso tajantes para sus cosas. Mejor balandra. Y encima, volviendo a lo de los cañones que artilla Quelennec, a su balandra, o cúter, o como se diga, la han aligerado de cuatro para que navegue más veloz. Aún así, la embarcación parece arrastrarse entre la niebla que gotea humedad por la jarcia y los puños de las velas. Cric, croc. Crujiendo al balancearse de banda a banda, como si gimieran sus cuadernas doloridas. Apenas hay viento, y sólo una brisa leve hincha a ratos las lonas que cuelgan como ropa sucia del palo y los estays, o agita la bandera mercante portuguesa izada en el pico de la cangreja. La pirula de la bandera es normal. En el mar todos juegan sucio y mienten como bellacos.
-Hijos de la gran puta - repite el comandante.
Lo repite en francés, naturalmente. Fils de la grande putain, o algo así, pero se le entiende. El timonel y el piloto, que están detrás, junto a la bitácora, se miran sin decir ni pío. El ayudante del piloto, que también está cerca, no se entera de nada porque es español. Como era de esperar se llama Manolo y es bajito, moreno, con una sola ceja negra. De Conil de la Frontera, por más señas. Provincia de Cádiz, o sea, de allí mismo. Por eso lo han embarcado de ayudante sin preguntarle lo que opina al respecto. Por la cara. Manuel Correjuevos Sánchez, patrón de pesca, contrabandista, padre de familia. Lo típico. Para los gabachos, Manoló Coguegüevos. Cada vez que oye a uno de éstos llamarlo por su apellido, al ayudante del piloto le sienta como una patada en los mismos.
-Llámeme Manolo, zi no le importa. Mezié.
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Comentario: Con su conocido estilo y rigor histórico Pérez-Reverte nos pone en medio de la batalla de Trafalgar para que suframos con los marinos que allí dejaron sus vidas, puestas en incompetentes manos.
En Trafalgar murieron muchos héroes, algunos recordados y otros olvidados. A todos ellos se rinde homenaje, junto a sus barcos. El libro tiene algunos diagramas sobre la situación de los barcos en diferentes horas y puntos de la batalla y una relación de los navíos aliados contra los ingleses (franceses y españoles) con el nombre de su capitán y la suerte que corrieron unos y otros.
El libro que más me ha gustado de éste autor, si exceptuamos " La sombra del águila".

28 abril 2009

Cormack McCarthy

La carretera
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Al despertar en el bosque en medio del frío y la oscuridad nocturnos había alargado la mano para tocar al niño que dormía a su lado. Noches más tenebrosas que las tinieblas y cada uno de los días más gris que el día anterior. Como el primer síntoma de un glaucoma frío empañando el mundo. Su mano subía y bajaba al compás de la preciada respiración. Retiró la lona de plástico y se puso de pie envuelto en aquellas prendas y mantas pestilentes y buscó algún atisbo de luz en el este pero no lo había. En el sueño del que acababa de despertar vagaba por una gruta y el niño lo llevaba de la mano. La luz de los dos bailaba en las húmedas paredes de roca caliza. Como peregrinos de fábula engullidos y extraviados en las entrañas de una bestia granítica. Humeros de piedra donde el agua goteaba y cantaba. Tañendo sin tregua en el silencio los minutos de la tierra y sus horas y días y años. Hasta que se hallaban en una enorme estancia de piedra donde había un lago antiguo y negro. Y en la orilla opuesta un ser que levantaba su chorreante boca del gour y miraba hacia la luz con unos ojos tan blancos y ciegos como los huevos de araña. Balanceaba su cabeza a ras de agua como para captar el olor de aquello que no podía ver. Agazapado allí, pálido y desnudo y translúcido, sus huesos de alabastro grabados en sombra en las rocas que tenía detrás. Sus intestinos, su palpitante corazón. El cerebro que latía dentro de una empañada campana de cristal. La criatura movía la cabeza de lado a lado y luego soltaba un gemido grave y daba media vuelta y dando tumbos se alejaba silenciosamente hacia la noche.
Se levantó con la primera luz gris y dejó al chico durmiendo y caminó hasta la carretera y en cuclillas estudió la región que se extendía al sur. Árida, silenciosa, infame. Debía ser el mes de octubre pero no estaba seguro. Hacía años que no usaba calendario. Irían hacia el sur. Aquí era imposible sobrevivir un invierno más.
Cuando hubo clareado lo suficiente observó el valle con los primáticos. Todo palideciendo hasta sumirse en tinieblas. la suave ceniza barriendo el asfalto en remolinos dispersos. Examinó lo que podía ver. Segmentos de carretera entre los árboles muertos allá abajo. Buscando algo que tuviera color. Algún movimiento. Algín indicio de humo estático. Bajó los prismáticos y se quitó la mascarilla de algodón que cubría su cara y se frotó la nariz con el dorso de la muñeca y luego miró otra vez. Se quedó allí sentado con los gemelos en la mano, viendo como la cenicienta luz del día cuajaba sobre el terreno. Solo sabía que el niño era su garantía. Y dijo: Si él no es la palabra de Dios Dios no ha hablado nunca.
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Comentario de contraportada: "En un mundo apocalíptico donde llueve ceniza, un hombre y un chico cruzan a pie el territorio norteamericano en dirección al sur. El hambre es mucho más que una preocupación diaria: es la medida de todas las cosas, y las bandas de caníbales asolan el país convertido en un yermo donde sólo la barbarie ha hechado raíces. El amor de un padre por su hijo es, sin embargo, la única luz de una tierra que ha perdido a sus dioses. Quizá el fuego de la civilización no se haya apagado para siempre."
Comentario personal: Varias veces había leído excelentes reseñas de este libro en el corto tiempo que lleva publicado aquí (enero 2009) y todas estaban acertadas. La salvedad es que, en algunas, se comentaba que el final de la novela no debería dejar resquicio a la esperanza y que dejarlo, estropeaba, de alguna manera, esta estupenda obra. Con la pura lógica en la mano, debería ser así, pero a mí me ha gustado que no todo se hunda en la ceniza. Ya a lo largo del libro, tremendo, hay algún atisbo de que así será, o a mí me lo pareció, porque sí que quería que se encendiera un resquicio de luz al final del túnel. De todas formas es un resquicio tan mínimo que no hay muchos motivos para alegrarse demasiado. No os pongáis a leerla si estáis muy deprimidos, ni cuando haya amenazas de meteoritos, o misiles a la vista :)
Por lo demás, he disfrutado mucho. El ritmo que imprime McCarthy a sus obras no es de los más fáciles, pero ésta es una obra de poco más de 200 páginas. Se lee sin levantar la vista.