26 noviembre 2006

Juan Carlos Onetti

La Araucaria
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Capítulo I (fragmento)
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El padre Larsen bajó de la mula cuando esta se negó a trepar por la calle empinada del villorrio. Vestía una sotana que había sido negra y ahora se inclinaba decidida a un verde botella, hijo de los años y de la indiferencia. Continuó a pie, deteniéndose cada media cuadra para respirar con la boca entreabierta y diciéndose que debía dejar de fumar. Con la pequeña maleta negra que contenía lo necesario para salvar las almas que estaban a punto de apartarse del cuerpo y huir del sufrimiento y la inmediata podredumbre. No lo precedía un monaguillo con una campanilla, nadie agitaba una vinagrera, nadie rezaba, salvo él durante cada descanso.
La pequeña casa pintada de un sucio blanco estaba emparedada por otras dos, casi iguales y las tres se abrían al camino de tierra dura por puertas hostiles y estrechas.
Le abrió un hombre de años indiscernibles, con alpargatas y bombachones blancos. Se persignó y dijo:
-Por aquí, padre.
Larsen sintió la frescura de la pieza encalada y casi olvidó el sol agresivo de las calles mal hechas.
Ahora estaba en una habitación pobre de muebles en una cama matrimonial una mujer se retorcía y variaba del llanto a la risa desafiante. Después llegaron palabras, frases incomprensibles que atravesaban el silencio, la momentánea quietud del sol, buscando llegar a las sombras que se habían aproximado.
Un silencio, un mal olor persistente, y de pronto la mujer agonizante trató de levantar la cabeza; lloraba y reía. Se aquietó y dijo:
-Quiero saber si usted es cura.

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