08 diciembre 2006

Edgar Allan Poe

Berenice
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Cuento
(fragmento)
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Berenice y yo éramos primos y crecimos juntos en la morada paterna. Pero crecimos de forma distinta. Yo, enfermizo y amortajado en mi melancolía. Ella, ágil, graciosa y desbordante de energía. Para ella, los vagabundeos por la colina. Para mí, los estudios del claustro. Yo, viviendo en mi propio corazón y dedicándome, en cuerpo y alma, a la más intensa y más penosa meditación. Ella, errando despreocupada a través de la vida, sin pensar en las sombras de su camino o en la fuga silenciosa de las horas de negro plumaje.
¡Berenice! Yo invoco su nombre -¡Berenice! - y las ruinas de grises de mi memoria se yerguen en mil recuerdos tumultuosos. ¡Ah, su imagen está ahí, viva ante mí, como en los primeros días de su alegría y de su gozo! ¡Oh, magnífica y sin embargo fantástica belleza! ¡Oh, silfa entre las florestas del Arnheim! ¡Oh, náyade entre sus fuentes!
Y luego -y luego todo es misterio y terror, una historia que no quiere ser contada -, un mal, un mal fatal se abatió sobre su constitución como el simún. E incluso, mientras yo la contemplaba, el espíritu de la metamorfosis pasaba sobre ella y le quitaba, penetrando su espíritu, sus costumbres, su carácter, y, de la forma más sutil y más terrible perturbando incluso su identidad.
Ay, el destructor iba y venía, pero la víctima, la verdadera Berenice, ¿en qué se había convertido?
Yo no la conocía ya o, al menos, no la reconocía como Berenice.

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