03 diciembre 2006

Virgilio

La Eneida. Segundo Libro
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(fragmento)
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Callaron todos, puestos a escuchar con profunda atención, y en seguida el gran caudillo Eneas habló así desde su alto lecho:
"Mándasme, ¡oh, Reina!, que renueve inefables dolores refiriéndote como los Dánaos asolaron grandezas troyanas y aquel miserendo reino; espantosa catástrofe, que yo presencié y en que fui gran parte. ¿Quién al narrar tales desastres; quién ni aún cuando fuera uno de los Mirmidones o de los Dólopes o soldado del duro Ulises, podría refrenar el llanto?
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Más si tanto deseo tienes de saber nuestras tristes aventuras y de oír brevemente el supremo trance de Troya, aunque el ánimo se horrorice a su solo recuerdo y retrocede espantado, empezaré.
Quebrantados por la guerra y contrariados por el destino en tantos años ya pasados, los caudillos de los Griegos construyen por arte divino de Palas, un caballo tamaño como un monte, cuyos costados forman con tablas de abeto bien ajustadas, y haciendo correr la voz de que aquello era un voto para obtener feliz regreso, consiguen que así se crea. Allí, en aquellos terrenos, designados al efecto por la suerte, y en un momento llenan de gente armada las hondas cavidades y el vientre todo de la gran máquina.
Hay a la vista de Troya una isla llamada Ténedos, muy afamada y rica en los tiempos en que estaban en pie los reinos de Príamo, y que hoy no es más que una ensenada, fondeadero poco seguro para las naves. Allí avanzan los Griegos y se ocultan en la desierta playa, mientras nosotros creíamos que habían levantado el campo y enderezado el rumbo a Micenas: con esto, toda Troya empieza a respirar tras un largo luto. Abrénse las puertas; para todos es un placer salir de la ciudad y ver los campamentos dóricos, los lugares ya libres de enemigos y la abandonada playa; aquí acampaba la hueste de los Dólopes, allí tenía sus tiendas el feroz Aquiles; en aquel punto fondeaba la escuadra, por aquel otro solía embestir el ejército.
Unos se maravillan en vista de la funesta ofrenda consagrada a la virginal Minerva y se pasman de la enorme mole del caballo, siendo Timetes el primero en aconsejar que se lleve a la ciudad y se coloque en el alcázar, ya fuese traición, ya que así lo tenían dispuesto los hados de Troya; pero Capis, y con él los más avispados, querían, o que se arrojase al mar aquella traidora celada, sospechoso don de los Griegos, o que se le prendiese fuego por debajo, o que se barrenase el vientre del caballo y registrasen sus hondas cavidades.

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